martes, septiembre 28

Salvador

Mi color favorito era el azul. No entendía porqué mis amigas del jardín se peleaban siempre por los lápices, el papel lustre, las plasticinas o las témperas rosadas. Tampoco entendía porqué su mayor aspiración era representar a las princesas en los juegos, siendo que era mucho más emocionante pasar el recreo peleando con monstruos antes que esperar eternamente un rescate en la ventana del castillo.

Personalmente, prefería los piratas. También acepté una vez intentarlo como piloto de carreras, pero uno de mis compañeritos lo impidió porque "las mujeres no manejan". Obviamente me indigné y le enumeré ahí mismo a todas las mujeres que conducían sus propios autos. Pero a él no le importó y creo que yo no pude superarlo más. Creo que de ahí nació mi interés por conseguir la licencia apenas cumpliera 18.

El único detalle es que nunca he tenido auto propio. Pero tampoco me ha hecho mucha falta. Cuando vivía en Pueblo Natal andaba de lo más feliz en micros y en colectivos, sólo me complicaba el regreso a mi casa si salía a carretear y debía pedir asilo a algún amigo para no tener que volver sola en mitad de la noche. O de la madrugada. Y aquí en la gran capital por suerte vivo cerca del trabajo y los taxis son muy baratos.

El problema empezó cuando, ya instalada en Santiago, quise ir a ver a mi familia en el puerto. Y había que planificarse según el horario de los buses. Y acordarse de reservar los pasajes cuando la demanda era alta. Y subirse al metro con bolsos de dos toneladas. Y pensar cómo diablos me iba del terminal a casa de mis padres tarde en la noche. Y olvidarme de pasar a alguna parte en el camino con tremendo equipaje. Y lo peor: partir con los regalos de navidad para una familia grande. Y peor todavía: devolverse con los regalos recibidos, cuando la familia grande optó por los artículos domésticos y recibí cajas de loza, ropa de cama y otras cosas de gran volumen.

Entonces llegó Novio en su caballo auto blanco. Lindo y bien cuidado. Con espacio suficiente para las miles de cosas que llevo cada vez que viajo. Y aunque yo no estaba precisamente en la ventana de mi departamento esperando su llegada, nos encontramos y, como su familia estaba cerca de la mía, empezó a trasladarme. Y yo empecé a recuperar mis habilidade en la conducción. Y él empezó a estresarse un poco cada vez que yo manejo, jajaa.

En fin. Todo esto era para contar que auto blanco un día empezó a fallar, así que con Novio decidimos venderlo para comprar otro. Ilusamente, pensamos que sería fácil. Siempre creí que se trataba de elegir uno y llevárselo; que lo más complejo podría ser escoger el color. Pero nooooo el asunto fue una interrogante tras otra, miles de dudas y noches sin dormir por casi dos meses.

El primer tema fue conseguir un buen precio para auto blanco. Fuimos de automotora en automotora, preguntamos, pusimos avisos, recibimos eventuales compradores, pasó el tiempo y por fin lo vendimos dignamente aunque con algo de pena, así que le sacamos unas fotos para la posteridad. Ahí creíamos que había pasado lo más difícil. Sólo quedaba escoger el reemplazo y lanzarse.

Peeero antes de concretar la transacción decidimos investigar un poco y pasamos por todas las páginas web del mercado, miramos los sitios de reclamos, los foros, los artículos de expertos. No hubo caso; ninguna búsqueda en Google nos dijo cuál era la mejor opción. También visitamos muchas automotoras, miramos, preguntamos, volvimos a mirar y logramos que varios vendedores nos odiaran.

¿Sabía usted cuántas marcas de auto existen? Yo no. Todavía estoy sorprendida.

Después de todo ese análisis, que por cierto duró un buen rato, con Novio concluimos que comprar auto es como emparejarse: por muchos antecedentes que uno maneje, cada individuo es único y resulta imposible predecir cómo se comportará al final. Pero si se pretenden un buen funcionamiento, lealtad y seguridad, básicamente hay que tratarlo bien y tener algo de suerte.

Lo más importante es que en ambos ámbitos de la vida es primordial el instinto. La química, si se prefiere. Por eso cuando lo vimos y sentimos que lo amábamos a primera vista, supimos de inmediato qué debíamos hacer. Bueno, yo lo supe antes porque Novio es más racional. Yo, como Summer Finn, "un día desperté y estuve segura". Ja. 

Estaba él instalado tranquilamente junto a un pilar, como si nos esperara. Se veía brillante, feliz y orgulloso de sus dimensiones aunque a su alrededor habían puros cuatro por cuatro gigantes. Mientras Novio preguntaba datos técnicos sobre el motor y esas cosas, yo me fijaba en los asuntos importantes: asientos cómodos, espejo en el parasol del copiloto, dos espacios para poner vasos -porque auto blanco sólo tenía uno y era una verdadera lata andar con mi vaso o botella en la mano todo el camino-. Además demostró ser muy inteligente: avisa si se quedan encendidas las luces y si estamos demasiado cerca de otro auto cuando retrocedemos.

Como ya no tenía dudas, lo único que faltaba era elegir su nombre, aunque en realidad lo supe apenas lo vi: sería Salvador. 

Ahora sólo esperamos que Salvador llegue a nuestra familia. Ya tenemos listo su ajuar -en realidad lo reciclamos del otro auto, pero él no lo sabe- que consiste en un TAG, bolsita para la basura y una buena selección musical para los viajes. Obviamente estamos emocionadísimos por su aparición en nuestras vidas. Creo que yo más que Novio, porque es la primera vez que participo en la selección y compra de un auto así que puedo decir con propiedad que también es mío.  

Para tranquilidad de Novio, no pegaré imágenes de Hello Kitty ni pondré accesorios rosados en la parte que me corresponde. Sólo lo disfrutaré a moriiiirrrrrr. Además sigo odiando el rosado. De hecho, mi idea original era que Salvador fuera azul, pero el azul de ese modelo era demasiado fosforecente y con Novio nos pareció que como somos personas adultas, profesionales y serias, mejor elegíamos un color menos llamativo. Jajajaaa.

viernes, septiembre 24

18 x 2


Asados, asados, asados. Si me lee algún vegetariano debe estar odiándome desde hace un par de post por mis públicas declaraciones de amor a los asados. Yo puedo entender sus principios y/o gustos, pero lo que no entiendo es porqué insisten en evangelizarnos a todos los que definitivamente no compartimos sus convicciones, como hace mi hermana Ana en cada evento familiar. Tampoco entiendo porqué creen que las vacas tienen más derecho a no ser comidas que los atunes.

En fin. Ana aprovecha de hacernos sentir culpables en estas fechas, y mientras yo disfruto las actividades dieciocheras a fondo, ella come empanadas con carne de soya y anuncia que como más le gusta el pollo es corriendo libre por el campo (!) Igual, a pesar de sus llamados a la conciencia, lo pasé de lujo el fin de semana largo gracias al bicentenario -ay la inconsecuencia!-

El problema este año fue Novio. O sea, el problema no fue él sino la necesidad de pensar con él toda la agenda de actividades sociales. Antes era sólo yo, y eso no significa que todo tiempo pasado fue mejor pero sí que era más fácil. Agarraba mi mochila y partía. O me quedaba tranquilamente mirando el techo y ya. A nadie le complicaba demasiado ni le afectaban mucho los cambios de planes a última hora.

Pero este 18 fue diferente, porque con unos días de anticipación tuvimos que diseñar una completa estrategia para hacer calzar las invitaciones de las respectivas familias y amigos, calcular los tiempos de viaje y tratar de quedar felices los dos. Fue raro. También fue un poco difícil. Y entretenido, claro.

Supongo que es en estos momentos cuando uno realmente toma conciencia de que vive en pareja, más allá de los asuntos cotidianos como encontrarme en el baño su espuma para afeitar o la posibilidad de tener acceso libre e ilimitado a su colección de discos. Supongo que tiene que ver también con que, como estoy más vieja, puedo haber aprendido a tomarme las relaciones con algo más de seriedad y/o compromiso. Y claramente también tiene que ver con Novio, porque no se trata de andar por la vida haciendo planes con el primer sujeto que se cruza en el camino.

Eso lo aprendí también este fin de semana, cuando sacamos nuestra increíble parrilla eléctrica y armamos un quincho en el balcón. Nuevamente asado, pero esta vez sólo los dos. Y ahí me acordé de un 18 de hace años, cuando caminaba hacia mi celebración correspondiente y vi una pareja que preparaba también su asado en un balcón del Puerto. Los dos solos, y yo pensé que era una lata porque para mí estos eventos eran necesariamente con haaaarta gente.

Es raro, porque siempre pensé que a mí no me pasarían esas cosas. Y es difícil porque de alguna manera debo dejar de ser tan egoísta como he sido siempre, manejar mejor mis cambios de humor y aprender a convivir con los cambios de humor de Novio. Pero es entretenido y muy estimulante porque a cada momento podemos inventar algo nuevo mientras vamos resolviendo cosas por el camino, adaptándonos y agarrando un ritmo común. Y claro, es buenísimo saber que siempre hay alguien que amerita un asado a solas.

jueves, septiembre 16

dos margaritas

Una vez más que alguien diga "bicentenario" y prometo aplicar los conocimientos aprendidos en mis dos semanas de aerobox. Nada contra las celebraciones o la historia de la independencia, incluso puedo tolerar ese nacionalismo exagerado que le baja a algunos en esta fecha. ¿Pero era necesario que toda palabra que se dijera este 2010 fuera seguida de "bicentenario"?

Tenemos programación bicentenario en la televisión, ofertas bicentenario en las tiendas, especiales bicentenario en la prensa, colecciones bicentenario de todos los productos imaginables y hasta terremoto bicentenario. Y ni hablar de esa horrible publicidad de un supermercado. ¿Alguien me puede explicar qué es Vicente Nario? ¡¡¡¿Qué les pasa a los publicistas de este país?!!!

Lo bueno de que finalmente llegara el 18 es que -espero- disminuirá tanta euforia por el término y yo podré ver noticias sin querer lanzar los platos sobre la pantalla. Lo otro bueno, lo mejor de todo, son los asados, las celebraciones, los días libres, las banderas en todas partes, el término del frío espantoso, los asados, los asados, los asados.

Aquí en esta ilustre empresa ya estamos preparando el propio, y desde temprano se notó en el ambiente que a nadie le importa en absoluto lo que pase con el trabajo. Hoy sólo he recibido dos correos y nadie contesta ninguno de los teléfonos a los que he llamado. Mis compañeritos encargados del megaevento se han paseado toda la mañana con ensaladas y bolsas de carbón, mientras a lo lejos se escucha que alguien practica el guitarreo de cuecas.

Y yo, sin querer ser menos, terminé rápidamente mis asuntos pendientes para poder buscar con calma una canción que me daba vueltas en la cabeza sin saber porqué. Me recuerda mi juventud, cuando era chica chica y caminaba por los cerros de mi pueblo natal para ir a clases de pintura. En mi memoria el cielo de allá es más azul que el de la capital, hay mucho viento -porque es septiembre, claro- y yo escucho en mi personal estéreo -ay, perdón, voy a recoger el carné- a Os Paralamas do Sucesso mientras hago mi lista mental de cosas que me harían feliz.

Parece que en ese tiempo no conocía todavía los margaritas, porque no estaban incluidos. Ahora no me vendrían mal, aunque también podría ser algún aperitivo para el asado institucional. Las otras cosas que aparecen en mi propia versión de hoy serían:

- Un café y un chocolate. Hecho. (Mientras contestaba los dos correos del día).

- Escuchar otra vez esa canción de la adolescencia. Hecho. (Mientras los compañeritos preparaban la parrilla. Y seguí con un repertorio de música en portugués que fue lo menos apropiado para la fecha, pero no importa porque encuentro muy lindo el portugués).

- Comer asado y empanadas y choripanes. Ahora pronto en el patio de la oficina. Y mañana, y pasado y ay qué felicidad más grande.

- Salir con Novio a caminar por las calles de la gran capital aprovechando que no hace ni tanto frío ni tanto calor. Y luego quizás hacer un asado en nuestra súper parrilla. Esta noche.

- Caminar por los cerros de mi pueblo natal sintiendo el viento y el olor a mar. Probablemente el fin de semana.

- Ir a algunas ramadas y disfrutar que todo el mundo esté celebrando lo mismo y sentir el olor a asado aunque su procedencia a veces sea un poco dudosa. Probablemente el fin de semana también.

- Tener otra vez la inspiración que tenía en la juventud y volver a pintar y pintar y pintar sin complejos. Pendiente.

miércoles, septiembre 15

el vestido para regalo

Juraría que Santiago huele a asado por todas partes, aunque también es posible que el olor esté dentro de mi cabeza por pura felicidad ante la llegada del 18. Es una de mis fechas favoritas porque la celebración involucra a todo todo todo el mundo y además lleva asociada la producción en masa de uno de los mejores inventos culinarios de la humanidad que de paso -como dicen mis amigos sociólogos- tiene el agregado de ser un hecho social.

Personalmente prefiero los asados familiares, sobre todo si hay participación de alguna abuelita que aporte sus conocimientos ancestrales en la preparación de pebre. Mejor todavía si se entusiasma con las empanadas, mientras padres y tíos discuten sus mejores técnicas para enfrentarse a la parrilla. En mi familia las habilidades gastronómicas son increíbles -aunque lamentablemente no estaban incluidas en los genes-, cosa que le da todavía más encanto a las celebraciones dieciocheras.

Lo malo es que, como toda reunión familiar, es inevitable que traigan asociado un profundo análisis de la situación habitacional-laboral-sentimental de cada uno de sus miembros. Y ahí es cuando dan ganas de salir arrancando.

Con Novio inauguramos la temporada de asados en casa de unos amigos que conoce hace tiempo. Tanto tiempo, que al parecer los padres de ellos ya lo consideran parte de la familia, porque entre choripán y choripán lanzaron la pregunta mientras yo empezaba ya a evaluar las vías de escape.

Es que a estas alturas de la vida uno sabe lo que se viene. En medio de la conversación, las tías, madres, abuelas y hasta los parientes de los amigos te empiezan a mirar de una manera distinta que ya aprendí a reconocer fácilmente. "¿Cómo te ha ido en la pega?" parece ser una pregunta simple, pero no es más que el inicio del interrogatorio clásico para confirmar que uno cumple con el primer requisito de la vida adulta: la estabilidad económica.

Entonces, cuando uno responde que bien gracias, que ya lleva un rato trabajando en el mismo sitio y que no se puede quejar, pasamos a la siguiente etapa: la estabilidad emocional. Es que si ya se tituló, ya está trabajando y ya tiene casa, ¿qué está esperando mijita para casarse? 

Ugh.

Ahí pasamos de las ganas de correr a considerar el fierrito del anticucho como una excelente arma de ataque: ¿Hace cuánto tiempo pololean? Mmm harto ya. ¿Y viven juntos? ¡Se van a casar entonces! ¿¿¿No??? ¡Pero cómo! ¿Y que edad tienen ya? ¿30? ¡¿En serio 30?! ¿Y que no piensan tener hijos? ¡Se les va a pasar el tren blablablaaa!

Pasa más o menos lo mismo en cumpleaños, navidades, encuentros casuales en la calle y tecitos con la familia. Más o menos desde que llegué a esa edad en que las mujeres terminaron de estudiar, encontraron pega, tienen un novio estable y finalmente empiezan a casarse -26/27- soy el blanco preferido de los interrogatorios. Ni hablar de cuando cumplí 30, porque ahí se sumó el ítem hijos al punto que muchos están incluso dispuestos a saltarse el conducto regular y no les importa perderse el matrimonio con tal de ver continuar la descendencia.

Y ahora que Novio se sumó al panorama, con mayor razón. Lo primero que dijeron mis tías cuando supieron que vivimos juntos fue algo así como que ya estaban preparando los vestidos para la fiesta. Mi abuela preguntó que para cuándo el bisnieto y hasta se ofreció a cuidarlo cuando quisiéramos salir. 

A pesar de todas mis negativas y declaraciones de principios durante 30 largos años, mi familia todavía no pierde las esperanzas. Así que si bien nunca fui de las chicas que andan con el vestido de novia en la cartera, sí podría decir que tengo montones envueltos para regalo por mis parientes, con una tarjetita que dice "ya po!".

viernes, septiembre 10

disfdutando da pdimaveda

Los mejores lugares del mundo para pensar son la ducha y las micros. En la ducha he tenido excelentes ideas para titular trabajos cuando estudiaba o reportajes cuando los escribía para la pega, se me han ocurrido las técnicas más creativas para hacer rendir el presupuesto y hasta he recibido algunas revelaciones para tomar esas decisiones importantes de la vida.

En las micros el asunto es más abstracto, será porque no tienen esa capacidad que tiene la ducha para desconectarme del resto de la realidad y también porque me distraigo fácilmente mirando por las ventanas o escuchando conversaciones ajenas. Además, aquí en la gran capital hay que luchar para sobrevivir mientras uno se transporta, así que eso complica más la capacidad de concentrarse.

De todas maneras aprovecho el trayecto trabajo-casa para tener esos momentos de iluminación (en el trayecto casa-trabajo de las mañanas todavía voy durmiendo). Diría que el aporte del transporte público a mi vida es que me ayuda a analizar y tomar cierta perspectiva sobre las cosas, que no por más abstractas son menos relevantes. Su otro aporte, el de trasladarme de un lado a otro, la verdad es que lo hace en forma bastante deficiente. Pero ese ya es otro tema.

Lo importante es que estos días me he dedicado a pensar en las grandes decisiones que a veces hay que tomar. Así que mientras disfruto los tacos de la Alameda últimamente mi cabeza va del posible cambio de casa a la búsqueda de pega nueva, pasando por las opciones reales de tener un perro, la venta del auto y lo viable que sería trasladarnos a otra ciudad.

Hace un par de días me di cuenta de lo adultas que suenan mis preocupaciones -poco tiempo atrás lo que ocupaba mis viajes era decidir qué haría el fin de semana o cuál sería el regalo ideal para algún cumpleaños, ja!-. Estaba pensando si no sería algo así como el cierre de un ciclo. Si creyera en la astrología pensaría que tiene que ver con la alineación de los planetas o algo así.

Pero unos pinchazos en la nariz y la garganta me avisaron de pronto que la razón es mucho más fácil de explicar: llegó la primavera. De hecho, esa misma vez noté que hacía harto tiempo no me devolvía de la pega con luz de sol, cosa que es bastante buena porque en los últimos meses tenía la sensación de no hacer nada más que trabajar de la mañana a la noche. Lindo lindo esto de sentir que uno tiene vida también para otras cosas. 

Lo que no es tan lindo es todo lo que el cambio de estación trae asociado. Habrá gente que anda feliz de la vida renovando el guardarropa, escuchando los pájaros y cantando que love is in the air, pero yo no. Yo estornudo a morir y empiezo a hablad de una maneda extdaña y me pica da nadiz y da gadganta y a veces hasta me cuesta despidad. Hoddible!!

Tampoco es que odie la primavera en sí. Me gusta ver cómo las plantas florecen, dejar de usar cinco capas de ropa para sobrevivir al frío y aprovechar de instalarme en las mesas que cafés y bares sacan a sus terrazas o a las calles. Y sobre todo, inaugurar la temporada de asados dieciocheros.

A lo que todavía no le encuentro solución es al desagradable clima de la precordillera. De la hipotermia pasamos al calor más espantoso en un par de semanas, y así es absolutamente imposible acostumbrarse, sobre todo cuando uno disfruta más esta ciudad en sus términos medios -en cuanto a temperaturas, se entiende-.

Personalmente, odio el calor. Creo que abrigarse o tomar un café o acostarse temprano siempre será más fácil que buscar los mecanismos para sobrevivir al calor. Y personalmente también, vivo en un departamento que recibe sol todo todo todo el día, lo cual se agradece durante los gélidos meses de invierno pero apenas empieza la temporada primavera-verano el asunto se vuelve crítico.

Aunque Novio, siempre más optimista, ya está preparando el equipo de baño para lanzarse por fin a la piscina. También empezamos el proceso de adaptación moviendo muebles para aprovechar lo que nos queda de sombra. Y yo estoy a punto de mandar la ropa de invierno a la bodega. La renovaría por la nueva colección de primavera, pero la mayor parte de mis ingresos está viajando directamente a los bolsillos del señor fabricante de antialérgicos. Debería convertirme en accionista.

martes, septiembre 7

saludos, Jefecito

Lejos lo peor de mi trabajo es que cuando me siento en mi escritorio quedo justo de espalda a la puerta de la oficina. O sea, cada vez que alguien entra, lo primero que ve es la pantalla de mi computador. Eso no sería un problema tan grande si mi computador se dignara a responder a tiempo cuando le pido hacer algo, pero él parece estar más aburrido que yo de esta pega y de repente simplemente se niega a reaccionar. Igual es comprensible, considerando que tiene como un año más de antigüedad en esto y al parecer ni la semana de vacaciones le sirvió para relajarse.

Tampoco es que me pase todo el día matando marcianos en lugar de responder los correos a Jefecito. Pero me gusta tener la posibilidad de hacer varias cosas al mismo tiempo; además, ahora la mayor parte de mi pega consiste en revisar bases de datos y con algo de esfuerzo aprendí cómo entrenar a Excel para que funcione solito mientras yo chateo con Novio o saludo a los cumpleañeros vía facebook. Yo encuentro que no es tan terrible si uno igual cumple con la pega, y sacando cuentas no creo que gaste más tiempo que los compañeritos que se van al patio a fumar o se pasan horas conversando con la vecina de escritorio.

Pero asumo que a Jefecito no le parecerá tan bien verme haciendo otras cosas. Sobre todo porque es, digamos, de la vieja escuela, de esos señores que conocieron internet más bien tarde en su vida y piensan que la mayor parte de sus usos son una pérdida de horas/hombre. Entonces, cada vez que siento sus pasos le pido a mi computador que por favor disimule y salte a Excel o al correo institucional o por último a la página de la empresa para que la cosa no se vea tan mal. A veces funciona. Y generalmente Jefecito apenas me mira cuando me saluda. Aunque también hay otras veces en que él ve mi pantalla de reojo y me encuentra inspiradísima escribiendo las cosas tan interesantes que suelo publicar en mi blog.

Ahí me pregunto si el señor este sabrá algo sobre blogs. Si habrá visto el mío alguna vez. ¿Y si se fijó en el nombre y lo leyó? ¿Y si es uno de mis asiduos visitantes pero se mantiene en el anonimato? En ese caso, ejem, saludos Jefecito, todas las críticas y burlas y quejas han sido con algo de cariño. Algo poco. Bien poco en realidad pero bueh... usted sabe.

Suena bien paranoico mi comentario, pero lo que pasa es que cuando volví de mi licencia médica post virus me encontré que en lugar del reloj control setentero de siempre había un modernísimo aparato donde uno debe registrar su huella. ¡Incluso habla! A mí me dijo "intente nuevamente" varias veces, hasta que pregunté y me explicaron que todavía no está operativo así que por ahora no es más que un bonito adorno que le sube el perfil a esta ilustre oficina, mientras el antiguo reloj sigue en un rincón, ahora conectado con un alargador que cruza la recepción completa.

Mientras cumplía mi ritual diario igual que Sam Sheepdog y el Coyote, me acordé de mi pelambre sobre la tarjeta perdida y la ineficiencia del sistema de asistencia-atrasos que hay en esta empresa. Y por un segundo pasó por mi mente la escasa posibilidad de que Jefecito me hubiera leído y hubiera puesto el reloj glamoroso con registro en línea para evitar que sus trabajadores lo anden difamando por internet. ¿Será?

Ok, de acuerdo con que la paranoia es mucha, pero una vez me pasó que tenía un blog y todo todo todo el mundo de mi antigua pega terminó enterado. Algunos se reían conmigo y lo comentaban. Otros lo miraron y no les pareció nada de bien. Otros deben haberlo leido sin decir nada. A otros seguro que jamás les importó. Jefecito de la época nunca se manifestó al respecto, pero una vez, en una reunión de pauta en la que se hablaba de un reportaje sobre blogs, me miró desde el otro lado de la mesa redonda y me dijo "¿Y usted Paulina, tiene blog?" Silencio. Dolor de guata. Y con toda la dignidad posible seguí la premisa de negar hasta la muerte aunque la evidencia esté ahí mismo sobre nuestras narices.

viernes, septiembre 3

cafeinomanía

Hola. Me llamo Paulina y soy adicta al café. 

Nuestra relación lleva ya más de 15 años. Hemos tenido periodos difíciles y momentos de profunda cercanía, me ha apoyado en los minutos más complicados, me ha hecho daño y yo he tratado de alejarlo... lo he desprestigiado incluso con mis amigos, pero finalmente siempre volvemos a encontrarnos.


Empezamos a acercarnos cuando yo andaba en plena adolescencia; con una amiga nos animamos a tomar en una de estas clásicas actividades de colegio de monjas. Para mí era relativamente novedoso ya que en mi casa nadie es muy cercano al café a causa de sus nefastos efectos en los estómagos familiares (auch! los genes!). Y de inmediato empecé a sentir sus bondades.

El problema es que soy una planta. Me cuesta moverme. Si fuera un computador, viviría permanentemente en el modo de ahorro de energía. Para mí el esfuerzo físico se justifica sólo en caso de salvarse de la muerte, y mi energía mental creo que se desgasta con facilidad porque ando todo el día pensando tonteras. Entonces el café fue, desde el principio, un cargador de pilas increíble, rico, reconfontante y con buen aroma.

Mientras estuve en el colegio nos veíamos de vez en cuando, especialmente cuando me tocaba pasar alguna tarde dedicando mi tiempo a las maravillas de la química o al interesante mundo de las células, asuntos que para mí gusto deberían recetarse como terapia contra el insomnio. Entonces, más o menos después de almuerzo, yo preparaba mi taza y me dedicaba con un poco más de ánimo a las labores del estudio. Y cuando nos juntábamos con mis compañeros lo hacíamos batido, ahora no sé porqué si al final nos quedaba igual. 

Pero luego, entrar a la universidad y lanzarse a los placeres de la cafeína fue una sola cosa. Tomaba uno en las mañanas para despertar. Otro después de la primera clase, para seguir despertando. Otro después del almuerzo, para superar la hora de la siesta. Otro cuando empezaba a hacer frío. Otro cuando las clases estaban demasiado aburridas. Otro para la inspiración cuando había que escribir algún trabajo. Otros muchos junto con los amigos, conversados y a veces para estudiar.

Ahí ya no había vuelta atrás, estaba claro. Y yo tampoco quería volver. En la pega era un clásico prepararlos con los compañeritos, tomarlos a toda hora frente al computador. Cuando me dedicaba a hacer entrevistas largas y conversadas, el 90 por ciento de los entrevistados me ofrecía un café. El 100 por ciento de las veces yo decía que sí, y me parecía que tenía el mejor trabajo del mundo.

Finalmente, cuando me cambié a una oficina que estaba al lado de un café increíble, la relación ya se puso seria y a tiempo completo. Y tuve un nuevo objeto de deseo: la maquinita para preparar cortados. La recuerdo y de verdad que empiezo a salivar, igual que Homero. Es que esos cortados eran increíbles, preparados con café de verdad, la leche en la temperatura justa, la espuma... No más instantáneo en vaso plástico y con un palito de helado para revolver, como en el casino de la u.

Iba tan seguido por esos lados que el vendedor ya me conocía. Casi casi éramos amigos y nos contábamos nuestras vidas. Incluso en verano me camuflaba el café helado en un vaso de coca cola con tapa, para que no fuera tan evidente mi regreso a la oficina con la crema y la cereza. Es que a mí me gusta la cafeina en todos sus formatos, desde el café en polvo aguado que peor es nada hasta los que tienen sabores extra, aromatizantes, ingredientes exóticos.

Claro que no todo es tan perfecto en esta relación. Fue por la época de los cortados cuando empezaron los primeros problemas: un poco de acidez, la pesadez en el estómago, el dolor ya imposible de negar. Hasta que se involucró con mi colon y ahí fue necesario tomar medidas. El médico que hizo el diagnóstico me recomendó que lo dejara. Yo no pude. Desde ahí hemos tenido periodos de alejamiento y otros más cercanos. Dejaron de ser varios al día y empecé a ponerles leche para que su presencia se notara menos. Pero así y todo, han sido bastantes las ocasiones en que sus efectos se han hecho sentir. Y pésimo.

De hecho, la última vez que me enfermé, cuando le conté a mi madre que andaba mal del estómago sus primeras palabras fueron "¿tomaste café?" Así de crítico. Después de una semana no aguanté más y hace un par de días me di de alta con un café con vainilla. Ya andaba con síndrome de abstinencia.

Así que eso. Me llamo Paulina y soy adicta al café. No puedo dejarlo, aunque sé que después de la primera taza me voy a arrepentir. ¿Existirán los parches de cafeína? ¿Será necesario dormir más? Además ahora, justo cuando estoy tratando de pensar en otra cosa, Jefecito activa su cafetera y llena toda la oficina de ese maravilloso olor.

Hace un tiempo probé con el té verde, que según mi amiga Sol igual despierta y reactiva, pero siento que no tiene la calidez del café. Nada que ver con el café con leche que prepara mi abuela cuando me quedo en su casa y ella me espera con el desayuno listo. Café con leche, queque y pan con queso derretido. Justo en este momento mataría por uno de esos.

jueves, septiembre 2

Karma Police

Para entender este capítulo usted debe saber primero dos cosas sobre mí:

1.  En mi familia no hay ningún fanático de las mascotas, y en general existe un claro rechazo hacia los perros. Por eso en mi casa nunca hubo ningún animal, salvo por un canario que llegó después de mucha insistencia de mi parte y que perdió la gracia más o menos a los cinco minutos después haberlo recibido.

2. Una vez, cuando tenía como diez años, tuve que arrancar de un perro gigante -policial, creo- por el patio de un amigo de mis padres donde estábamos de visita. Mientras los adultos conversaban dentro de la casa, yo salí por alguna razón y el perro me persiguió con odio hasta que me refugié sobre la parte trasera de una camioneta. Todavía me acuerdo claramente de sus colmillos enormes apuntándome, mientras yo gritaba espantada hasta que llegó mi padre al rescate. Desde ese día yo también odio los perros, me dan un miedo tremendo. Supongo que eso es porque, a causa del punto 1, no tenía ninguna experiencia positiva previa para compensar el pánico de la camioneta.

Tampoco tuve experiencias positivas después, y cuando mis amigos del club de amantes de los perros me contaban lo increíbles que son yo apenas les creía. ¿Que reconocen tu estado de ánimo y tratan de motivarte cuando estás deprimido? ¿Que se alegran cuando te ven llegar? ¿Que te acompañan todo el rato incondicionalmente? Nooooo, demasiados atributos para tratarse de un animal. (Incluso para la mayoría de los seres humanos, pero bueh...)

Además, insisto, me dan miedo. Lo he ido superando con el tiempo y ahora ya no arranco de esas razas enanas estilo Paris Hilton, que más que perros parecen ratones. Pero sigo teniendo pánico a los que son más grandes; cuando un vecino dejaba suelto a su dobermann yo tenía que cruzar la calle para poder pasar por la cuadra y si alguna mascota, por más inofensiva que sea, llega a correr hacia mí soy capaz de gritar irracionalmente hasta que la alejan. 

Después de todas estas experiencias, será obvio que nunca en la vida pensé en tener un perro. No me gusta su olor ni los pelos que dejan por todas partes. No me seduce para nada el panorama de tener que sacarlos a pasear y recoger su caca. No disfruto que me lengüeteen y baboseen mis manos, cara, ropa... puaj puaj. Además nunca he vivido en una casa con patio que permita la sana convivencia entre los dos.

Todo eso hasta que conocí a Karma Police. 

Considerando lo expuesto en el punto 1, se comprenderá mi sorpresa cuando llegué a la casa de mis padres y los encontré... con un perro. Un perro dentro de su departamento, el piso lleno de diarios por todas partes, juguetes de perro y plantas mordidas. Raro. Pero no era que estuvieran tratando de compensar mi ausencia con Karma Police -como la bautizó mi hermana, quien heredó mis gustos musicales seguramente por osmosis-; mi madre había tenido la genial idea de mandar la perra como regalo a una de mis tías... conmigo. 

Paulina "odio los perros por toda la eternidad" Santiago cuidando, alimentando y transportando uno de ellos. Una, en realidad. Una que en pocas horas tenía el departamento de mis padres trastornado, a mi padre limpiando caca de la alfombra, a mi madre cocinándole sopa porque Karma no quería su alimento, y a Ana -mi hermana- tratando de alejarla de los maceteros para evitar que siguiera esparciendo la tierra por todas partes. Igual era chistoso, no lo puedo negar. 

Cuando todos superamos el estrés, partimos con Ana a acostar a la perra en su caja con papeles de diario. La cercamos con sillas para evitar que se arrancara y nos fuimos a dormir. Hasta que, a eso de las tres de la mañana, desperté con un llanto muy fuerte. Muy fuerte para venir desde donde habíamos dejado a Karma, así que empecé a preocuparme porque lloraba de esa manera. Después de todo, recién esa tarde la habían separado de su madre y sus hermanos, en el fondo no era más que una guagua sola en una casa extraña llena de gente rara que le gritaba todo el rato... así que me dio pena y me levanté a verla. 

Justo cuando ponía un pie fuera de mi cama sentí que algo se movía en el piso: Karma Police había sorteado todas nuestras barreras y había llegado hasta mi pieza en busca de ayuda. Aaaawwww linda ella pero seamos realistas, eran las tres de la mañana, hacía frío y yo sólo quería volver a dormir, así que la llevé con el mayor cariño que me fue posible y la instalé de nuevo en su cama.

Pero ella, insistente y porfiada -quién podría culparla- volvió a saltar todos los obstáculos un par de horas más tarde. De repente abrí los ojos y ahí estaba ella, con sus patas apoyadas en el borde de mi colchón y mirándome con cara de "ya po, deja de huir de tu destino y asume las consecuencias de haber jugado conmigo una vez". Ahí me mató. Juro que su expresión era como de súplica, y yo hasta ese momento me había negado a creer que un perro pudiera tener expresión. 

Entonces hice lo que toda mi vida dije que jamás haría: la subí a mi cama. Ella olió, se acomodó y volvió a dormirse como si nada, mientras yo pensaba si no me habría perdido de algo los años que he pasado sin perro. Era increíble rascarle la guata y ver cómo movía sus patas de felicidad, cómo cerraba los ojos con actitud de placer cuando le tocaba las orejas, cómo podia ser realmente agradable sentir su textura de oso de peluche y su consistencia de guatero, todo al mismo tiempo y con la ventaja de la interactividad. ¿Qué mejor?

En ese momento iniciamos una relación que duró más o menos 24 horas. Me despertó mordiendo el colchón, movió la cola cuando veía que le ponía atención, dejó que la hiciera dormir siesta sobre mis piernas y jugó a comerse mis pantalones, mis zapatillas, mis manos. La ayudé a subir cuando se cayó de la jardinera en la terraza y por primera vez sentí que otro ser vivo dependía absolutamente de mí -sin contar las plantas, que como no manifiestan sus necesidades fácilmente se me olvidan-. También sentí que de algún modo me agradecía la ayuda, que se sentía cómoda conmigo. 

Y cuando llegó la hora de traerla a la capitale, volvió a dormirse sobre mis piernas y se quedó tranquilita todo el camino mientras yo le rascaba la cabeza. Un amor ella.

Hasta queeeee... llegó el momento de entregarla a mi tía. Y yo no quería. Y pensé lo que nunca creí que iba a pensar. Y le dije a Novio algo que nunca pensé que iba a decir: quiero un perro. Quiero una versión propia de Karma Police que no tenga que devolver, que me tire de los pantalones todos los días, que juegue a morder mis manos y se alegre cuando le hago cosquillas en la guata. Que me espere cuando llego de la pega y me reciba moviendo la cola. Que me lleve a pasear por el parque obligándome a caminar más y a tomar un poco de aire. 

Si no hubiera sido un pésimo gesto hacia mi tía, que esperaba con ansias su regalo prometido, de verdad que me habría quedado con la perra. Y, bueno, también si no viviera en un departamento de dos por dos que bien podría ser un closet con balcón, cosa que -creo yo- afectaría considerablemente la calidad de vida de Karma y de mis muebles, y en consecuencia la mía.

¿Qué haría ella todo el día sola en un espacio tan chico? ¿Dónde dormiría? ¿Dónde comería? ¿Aprendería alguna vez a tirar la cadena para ahorrarme el engorroso trámite de poner y quitar diarios? ¿Qué haríamos cuando francamente me dé lata sacarla a pasear después de un agotador día de pega? ¿Perdería con el tiempo todo ese encanto que tiene ahora, tan chica y tan transportable? ¿Dónde la meteríamos para viajar? ¿Se me pasará el entusiasmo después de un par de semanas, como me ha pasado con otras cosas, y luego no sabré qué hacer con ella?

Son demasiadas las dudas para alguien que no tiene idea del tema. Ni siquiera sabía que los cachorros no se pueden bañar, o sea que si hubiera sido realmente mía seguro la habría matado de una pulmonía. Y, bueno, no sé si es mejor postergarlo hasta cambiarme de casa -y si no es un patio que al menos sea algo así como "la pieza del perro" jajaaa- o si dejar que se me pase la hiperventilación con Karma y pensarlo mejor racionalmente. Pero también miro la marca de sus colmillos en mi mano y quiero que volvamos a jugar... ahora! no en meses o años más.
"This is what you get when you mess with us", respondería...

En fin, las conclusiones después de mis 24 horas con ella son:

1. Los perros bostezan. Quién lo hubiera pensado.

2. A los perros pequeños les sobra piel. Yo pensé que era un tema de Karma, que se veía como si su madre le hubiera puesto ropa un par de tallas más grandes, pero Novio, que sabe más sobre estas cosas, me dijo que les pasa a todos.

3. Una mordedura de perro también puede ser agradable, porque de algún modo él/ella sabe hasta dónde apretar. Impresionante. 

4. Nunca imaginé que otro ser vivo -que no fuera un ser humano- pudiera cambiar así todas mis certezas de la vida. De hecho, ni siquiera había pensado que fuera posible con otro ser humano, pero eso ya lo había aprendido hace un tiempo.

5. Ojalá que nadie me encargue cuidar una guagua.

miércoles, septiembre 1

desperate housewife

Ya. Lo logré: pasé agosto a pesar del cobarde ataque del virus asesino que alojó (¿o aloja? ugh) en mi estómago. A propósito, gracias a quienes me mandaron su apoyo moral para derrotarlo. Ya recuperé el hambre, el equilibrio y la dignidad que había perdido la semana pasada por culpa de mis nuevos amigos.

Por causa de ellos también tuve mis "días de reposo y dieta líquida", según consta en el certificado que el médico escribió para Jefecito. La verdad es que el papel fue el mayor aporte de don Médico, porque además de eso sólo me dijo cosas que yo ya sabía: que probablemente era un virus, que me quedara en la casa (como si pudiera ir a alguna parte), que comiera livianito y que tomara gotas para el dolor. Igual le hice caso en todo, y cumplí responsablemente -y bajo amenaza de Novio- con cada uno de los exámenes que me mandó hacer "para descartar". Y seguimos descartando.

Lo bueno fue que cuando estaba en pleno "reposo y dieta líquida" empecé a sentirme mejor, o sea fui capaz de salir de la cama y ya no me daba asco hasta la publicidad de mantequilla en los matinales. De a poco recuperé el ánimo y la energía y las ganas de hacer cosas, porque después de un rato ya estaba bien aburrida en mi departamento que es muy lindo pero del tamaño de un closet (de un closet grande sí, como en esa publicidad de cerveza al menos, y con balcón que mira al cerro), y cuando se pasa mucho tiempo en él empieza a bajar la claustrofobia rápidamente.

Como también había comprobado que la programación de la tv es pésima en días hábiles, sobre todo durante las mañanas, no quedaron más opciones que empezar a inventar actividades. Y como ahora soy una completa y absoluta dueña de casa -dueña no literalmente, pero se entiende...- decidí que las actividades deberían ser útiles para la humanidad, partiendo por Novio y por mí. Así que me puse el delantal rojo que uso para estas ocasiones (¿una vez al año?), regalo de mi abuela que ilusamente me debe haber imaginado cocinando y limpiando...

Entonces, mi panorama fue (no necesariamente en este orden, pero ya no me acuerdo bien... ¿será que mi memoria usa bloqueo selectivo?):

- Reorganizar los muebles de la cocina. Y encontrar con sorpresa dos lavalozas a medio usar, tres paquetes de esponjas para lavar ollas, una bolsa con tornillos (¿?), una escobilla para lustrar zapatos, un tarro de atún, un puñado de porotos fugados de su envase y unas piedritas blancas decorativas que quedaron de lo mejor dentro de mi florero.

- Cocer manzanas con azúcar y canela, como mi abuela (la otra, no la del delantal). Rico rico. Y sanito, considerando las circunstancias.

- Lavar, secar, guardar y planchar ropa. No fue todo secuencialmente, ni fue todo el rato la misma ropa, por lo que la que planché ya está usada y sucia de nuevo, y la que lavé está esperando ser planchada. Bah.

- Cambiar de lugar los libros, discos y adornos varios, mirando dónde quedan mejor, una y otra vez. Y otra vez. Y otra vez.

- Ordenar la pizarra metálica donde quedan las cosas que no debo olvidar, como las cuentas pendientes o la receta médica, y que ya era imposible de encontrar bajo tanto papel, por lo que fácilmente todo se olvidaba. Esta etapa incluyó también una selección de los avisos de comida rápida guardados para casos de emergencia.

- Revisar el refrigerador y botar las cosas que ya no debían estar ahí según su fecha de vencimiento o su apariencia. Luego nos entusiasmamos y aprovechamos de descongelarlo, cosa que se convirtió en una batalla personal entre Refrigerador y Novio, quien no descansó hasta eliminar todo el hielo con las técnicas más insospechadas mientras yo lo limpiaba a conciencia para sacar una mancha de mermelada. Impresionante la cantidad de hielo que sacó (sí, ganó Novio).

Ahora que lo leo no parece tanta cosa. Pero de verdad para mí fue harto, porque los temas domésticos claramente no los domino. También parece que vivo en un caos absoluto a punto de ser clausurado por Salud Pública, y créanme que no es así. Lo que pasa es que soy, digamos, bastante tolerante con el desorden y no disfruto para nada pasarme el tiempo libre limpiando el piso con un cepillo de dientes. Pero nunca nunca nunca pasando los límites de la higiene básica. Igual Novio me tomó una foto con el lustramuebles en la mano, supongo que para no olvidarlo...

 

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