miércoles, abril 6

la felicidad está en el último peldaño

Subir y bajar calles. Sentir el viento en la cara, en el pelo, en la garganta. Ver pasar las micros de colores y subirse a una antigua, oxidada, con la cabina decorada un poco kitsh. Saludar al chofer con una sonrisa y recibir las monedas del vuelto, un "buenos días" y un boleto rosado. Elegir, como siempre, el asiento que queda hacia el lado del mar.

Mirar por la ventana con los audífonos puestos, pensando que por estos lados las casas, las calles y las personas tienen colores distintos. Más vivos, puede ser. Sentir que con cada curva la micro se desarma porque los fierros crujen y los asientos parecen salirse de sus bases. Confirmar que al chofer seguramente no le importa pero igual pedirle que pare en una esquina que no es paradero.

Caminar, caminar, caminar. Subir una escalera sin tener ninguna certeza sobre su destino. Pensar que así mismo es la vida. Disfrutar las casas antiguas que han sobrevivido a tantas cosas. Bajar otra escalera con las manos en los bolsillos, el aire del mar pegando de frente, frío, como una cachetada de esas que te obligan a sacudir las excusas porque al final, sea como sea, hay que seguir adelante. Mirar otra vez la línea del horizonte tan limpia, tan simple, tan increíblemente perfecta. Sonreír.

Comprar un café en la plaza, arrancar de los perros vagabundos, encontrar un lugar familiar donde quedarse a mirar las grúas que descargan en el puerto.

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