miércoles, abril 6

la felicidad está en el último peldaño

Subir y bajar calles. Sentir el viento en la cara, en el pelo, en la garganta. Ver pasar las micros de colores y subirse a una antigua, oxidada, con la cabina decorada un poco kitsh. Saludar al chofer con una sonrisa y recibir las monedas del vuelto, un "buenos días" y un boleto rosado. Elegir, como siempre, el asiento que queda hacia el lado del mar.

Mirar por la ventana con los audífonos puestos, pensando que por estos lados las casas, las calles y las personas tienen colores distintos. Más vivos, puede ser. Sentir que con cada curva la micro se desarma porque los fierros crujen y los asientos parecen salirse de sus bases. Confirmar que al chofer seguramente no le importa pero igual pedirle que pare en una esquina que no es paradero.

Caminar, caminar, caminar. Subir una escalera sin tener ninguna certeza sobre su destino. Pensar que así mismo es la vida. Disfrutar las casas antiguas que han sobrevivido a tantas cosas. Bajar otra escalera con las manos en los bolsillos, el aire del mar pegando de frente, frío, como una cachetada de esas que te obligan a sacudir las excusas porque al final, sea como sea, hay que seguir adelante. Mirar otra vez la línea del horizonte tan limpia, tan simple, tan increíblemente perfecta. Sonreír.

Comprar un café en la plaza, arrancar de los perros vagabundos, encontrar un lugar familiar donde quedarse a mirar las grúas que descargan en el puerto.

lunes, abril 4

oda a las estrellas verdes

La primera vez que tomé antidepresivos mis compañeritos de trabajo se pasaron un par de días preguntándome qué me pasaba que andaba tan acelerada. O hiperventilada. O rara. Creo que esa fue mi época más productiva en la pega: caminaba mucho por la oficina pidiendo opiniones y preguntando cosas, me concentraba fácilmente, terminaba rápido y no perdía tiempo pensando en la inmortalidad del cangrejo o en el sentido de la vida o en los motivos que tenía para estar ahí.

Era simpática, eficiente, estaba llena de energía y hasta me puse un poco sociable. Dejé de pelear con la gente y empecé a sonreir cuando otros criticaban porque sí. Salía con mis amiguitos, escuchaba mucha música, tenía dos trabajos y planificaba cosas. 

Pero de algún modo no era yo. Era yo con piloto automático, viendo como todo pasaba en una pantalla gigante y cámara lenta, desde una cómoda butaca reclinable sin derecho a reclamar. En verdad soy dispersa, con serios problemas de concentración y capaz de pasar horas cuestionáme porqué hago lo que hago. Tengo pésimo humor, serios problemas para socializar y una incapacidad absoluta de tomar decisiones. 

Entonces no era yo, pero todo resultaba más fácil. Piloto automático se levantaba por las mañanas, tomaba decisiones, elegía las palabras y reprimía el instinto asesino. Todo resultaba tan fácil que desde entonces la tentación es enorme. Sería muy fácil sentarme frente a un siquiatra para contarle sobre mis padres, mis problemas de pertenencia, mi incapacidad de asumir compromisos. Y al final de cada sesión salir aliviada con una receta en el bolsillo.

Sería fácil tomar una pastilla para la felicidad cada mañana, que me diera energía y callara las voces en mi cabeza. Y otra en las noches, para dormir de corrido sin soñar con todas las cosas debo hacer, o las que debí hacer y nunca hice. Dos cajas con estrellas verdes sobre el velador y la vida resuelta.

 

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