martes, marzo 29

sobre la incapacidad de poner título

Hace un rato mis neuronas partieron de vacaciones. Cierro los ojos y las siento carretear dentro de mi cabeza al ritmo de The Strokes, saltando con sus margaritas en la mano para terminar tiradas sobre la arena esperando el amanecer. Tequilas, no flores, así que la caña es más o menos constante.
 

Al principio no importó mucho porque coincidía con mis propias vacaciones, después con el cambio de casa y luego con el interminable proceso de desarmar cajas y ordenar, ordenar, ordenar. Y claramente decidir dónde poner un florero no requería un gran esfuerzo mental. Pero ahora sí las necesito. Ahora hay que producir, hay que tomar decisiones importantes, y en lugar de respuestas a los asuntos trascendentales de la vida me encuentro un eterno y desagradable dolor de cabeza. 

Me cuesta pensar. Me cuesta saber si hoy es mejor día que mañana para ir de compras. Me cuesta entender las instrucciones de la receta del kuchen de manzanas. Me cuesta terminar un post. Me cuesta recordar si ya le pregunté a Novio dónde están las llaves, y luego él me canta una versión personalizada del último éxito de Chico Trujillo. Hasta me cuesta encontrar las palabras para pelar a la nueva vecina gritona y... gritona, digamos. 

Y del trabajo ni hablar. Cero capacidad de producir, de inventar algo nuevo, de hacer algún aporte a la humanidad o al menos a mis cada vez más escuetas finanzas. Tengo la vaga sensación de estar dejando pasar tiempo y oportunidades nada más que por incapacidad de reacción.

Empecé a pensar si mi cerebro tendría fecha de vencimiento, algo así como una letra chica anunciando que a los 30 se acaban los recursos para generar ideas. Quizás por eso llega un momento en que la gente deja de buscar cosas nuevas y decide quedarse donde está, quieta, cómoda, tranquila. Pero a mí eso todavía me da susto.

Mi amiga Rose pronto cumplirá 30 y la empresa donde trabaja -que acostumbra bailar tap sobre toda la legislación laboral vigente- por fin decidió contratarla. Así que en un par de semanas ella celebrará, además del nuevo año, la estabilidad, la seguridad, la posibilidad de tener vacaciones y la satisfacción de anunciarle a todo el mundo que es una trabajadora oficial. 

Yo de verdad me alegro por ella pero seguramente, en su lugar, antes de poner mi firma habría superado cualquier récord de diez mil metros planos. El cálculo es simple: si me contratan a los 30 y jubilo a los 60, serán tres larguísimas décadas saliendo todos los días a la misma hora para llegar al mismo sitio y ver las mismas caras mientras hago la misma pega. Uf.

No es que me enorgullezca de mi incapacidad para asumir compromisos, pero honestamente es una opción que no me seduce para nada. Seguramente mis decisiones nunca aparecerán en un libro de autoayuda como ejemplos de aciertos para alcanzar el éxito. Y qué tanto. Lo estoy disfrutando y, como canta el bueno de Julian, you only live once.

Creo que esa noche, después de terminar mi sour, felicité a la afortunada Rose por su contrato y partimos con Novio por las frías calles del puerto. Lindo lindo el viento helado. Y quizás por el frío, quizás por el alcohol, se me ocurrió una nueva teoría sobre las vacaciones de mis neuronas: puede que necesiten una recarga de batería, cambiar de aire, desafíos para hacer algo nuevo. 

Sería bonito encontrar un motivo para hacerlas volver, con sus loncheras bajo el brazo y muy entusiasmadas por sus nuevas tareas.

La otra opción sería resignarme y, no sé, dedicarme en exclusiva a ser dueña de casa, cosa que difícilmente soportaría por más de unas semanas. Aunque en estos días ya aprendí a preparar lentejas y estoy por ganar el mano a mano con el kuchen de manzana. La tercera es la vencida, dicen.

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