jueves, octubre 14

como lombriz


Nunca me gustó mucho ir al colegio. Me aburría un montón en clases, tenía poca química con mis compañeritos y encontraba una soberana tontera que mis profesores se preocuparan tanto por el largo de mi jumper o por evitar que leyera el libro de turno mientros ellos hablaban sobre las propiedades de las micromoléculas de carbono. Por eso uno de los peores recuerdos de mi adolescencia es de los domingos en la tarde, volviendo a la casa mientras veía oscurecer y pensaba que me esperaban el uniforme sin planchar, los trabajos a medias, la libreta de comunicaciones que debían firmar mis padres y todas esas cosas que bien poco contribuyeron a mi educación, digamos, formal.

Tengo particularmente clara la imagen de una esquina vacía, las tiendas cerradas con sus cortinas metálicas, las luces de los postes recién encendidas, al fondo la clásica postal de atardecer en el mar y esa sensación de que no hay nada que hacer contra el paso del tiempo: se viene otra semana del terror y no existe manera evitarlo.

Por aquí, a Novio le fue bien con algunos proyectos en los que trabajaba hace un rato. Así que felices, porque significa más posibilidades de hacer la pega que le gusta, más relleno de calidad en su curriculum y más lucas para alimentar a Salvador y comprar esos aparatos electrónicos que él ama y yo no entiendo para qué quiere tantos. Pero todos felices. Y, como corresponde, partimos un día a celebrar con un almuerzo a la altura.

Elegimos un restorán lindo lindo, con comida rica rica que resultó caro caro. Nos dolió un poco la guata al pagar la cuenta pero no importó porque de verdad la comida era tan increíblemente maravillosa que valía la pena hacer cualquier cosa por sentir cómo esa carne se deshacía en el paladar hasta matarnos de pura felicidad. Después nos fuimos recorriendo las calles de la capital con toda la calma del mundo, porque en realidad no teníamos nada más que hacer. O en realidad sí, pero no queríamos.

Por el camino decidimos ir a comprar algunas cosas, comimos helados y volvimos en ese metro tan poco estético que pasa sobre los techos como en el barrio de Arnold, arruinando completamente cualquier sentido de urbanismo en varias comunas. Yo miraba por la ventana cómo el sol se escondía detrás de las casas, cuadras y cuadras de casas ordenadas e iguales sobre el cielo naranja. No pensaba en nada especial, pero de repente me acordé de esa esquina de Pueblo Natal, de los atardeceres de domingo, de la angustia de ver cómo se acercaba otra semana de obligaciones, rutina, aburrimiento. Y fue buenísimo comprobar que ahora no hay nada de eso. 

Ahora llega la tarde del domingo y qué tanto, nos vamos a la casa con Novio, preparamos algo para comer y ordenamos un poco el desastre del fin de semana. Ahora nos vamos a dormir y sé que el día siguiente será igual de bueno porque vamos a estar ahí los dos, trabajando, viendo películas, saliendo con los amigos o mirando el techo. Lo mejor es cuando miramos el techo. Ahora me parece que la felicidad ya no depende del día libre, que no tiene que ver con esa euforia del acontecimiento especial que se acaba cuando llega el lunes. 

Ahora es un estado constante y puedo ir mirando por la ventana del metro sintiendo que está todo bien, que pueden pasar cosas buenas o cosas malas sin hacerme perder el equilibrio a cada minuto. Ajá. ¿Será que por fin lo logré? En fin. Aquí feliz como lombriz y recordando esta canción.

3 comentarios:

Marce dijo...

Más allá de que nunca TODO va a ser perfecto, qué bien describes la sensación de que estás parada dónde quieres estar, y lo más importante, con quién quieres estar.
Así dan gusto los 30 o no?

Saludos!

Val dijo...

primera vez que visito tu blog y lo he disfrutado mucho...te felicito! de hecho, me siento representada, ya que estoy al borde de los 30 y aún no pasa nada, sigo usando zapatillas y me siguen pidiendo carne-se en los bares...

cuando dices el "metro de Arnold" es ESE Arnold? hahahah

saludos desde Land Down Under!

PauS dijo...

Alice, salud por los 30!

Val, qué bueno tenerte por acá, pasaré a devolver la visita. Y sí, es ESE Arnold, uno de mis ídolos de la juventud...

 

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