jueves, octubre 28

quiero ser Summer Finn

Después de mi última crisis existencial decidí que era el momento de tomar decisiones radicales, así que hice lo que toda mujer hace cuando siente que su vida necesita un cambio: partí a la peluquería, cerré los ojos y dije "corta". Cuando volví a verme en el espejo, mi cabeza estaba casi como la quería. Casi, porque en el fondo mi intención era quedar igual a Summer Finn, pero todos sabemos que la naturaleza es injusta y claramente no tengo peinado de estrella de Hollywood. El resto de la anatomía tampoco, pero qué se le va a hacer.

La señorita Finn es una de mis nuevas ídolas cinematográficas. La otra es Marjane Satrapi, una chica iraní que en Persépolis relata parte de su vida. Buenísima por el modo en que cuenta la historia y también por que es real, cosa que a este lado del mundo cuesta creer un poco con tanta revoltura política, religiosa, social, cultural... En fin, gran película, pero más allá de su aporte a mi conocimiento general hay una escena particularmente aclaradora: después de pasar por una guerra, una revolución, una adolescencia lejos del país y de la familia, un novio al que encuentra con otra en la cama y una enfermedad que la deja en condiciones bastante deplorables, Marjane decide levantarse y retomar el control. O sea, si ella puede, ¿qué queda para uno?

Los problemas de Summer Finn, en cambio, son bastantes más mundanos, pero igual los enfrenta honestamente y manteniendo el control sobre su vida. Es la chica que obsesiona al protagonista de 500 days of Summer, y que tras un rato de relación lo patea argumentándole que el amor no es más que un invento de Disney y que ella no sirve para estar en una relación de pareja. Bueno, no es exactamente así pero es lo que habría dicho yo, manteniendo la idea. Y luego, cuando tiempo después se encuentran y él le pregunta que cómo es posible que se haya casado con otro si nunca quiso ser su novia ni la de nadie más, ella lanza una de las mejores frases de la historia: "Un día desperté y lo supe".

Es que así no más es. Un día uno despierta y está segura de lo que quiere, entonces es capaz de lanzarse a la piscina sin temerle al agua y asumir un compromiso. Creo que no hay más explicación que esa, pero al parecer a muchos hombres les molestó tanta simplicidad y calificaron a Summer de cabrona por no quedarse junto al pobre Tom que moría de amor por ella. Y no po, ella no es una cabrona, no es que se sienta superior a los chicos con los que sale. Es sólo que no cumple el estereotipo de la mujer sin pareja: de cacería constante porque nuestro único fin en la vida es atrapar marido y perpetuar la especie. 


Cada vez que salí sola con mis amigas terminamos espantando a algún galán barato que se nos acercaba en la calle o de lo más cancheros se sentaban en nuestra mesa como si nos hicieran un favor por iniciar una conversación. Como si nos ayudaran a alcanzar nuestro objetivo de la noche. Y creo que la mala onda con que los echamos nunca fue por algo personal, sino que simplemente iniciar una nueva relación no era alternativa. Y creo yo que eso no nos hace malas personas. 

Lo peor fue cuando tomé un taxi después de conversar por horas con mi amiga Sol. El chofer, demasiado sociable para mi gusto, empezó hablándome del clima y terminó preguntándome dónde andaba y con quién. 

- Estaba tomando unos tragos con una amiga, le respondí.
- ¿Con una amiga? ¡¿Y no tiene pololo?!
- No, no tengo.
- Ahhhh. Pero no se preocupe, ya va a encontrar uno, dijo con tono de lástima que pretendía ser consuelo. No se preocupe mija, que no se va a quedar solterona porque como decía mi abuelita "a nadie le falta Dios". Uf.

Por alguna razón los hombres creen que el mundo es como una proyeccion de Sex and the city, lleno de mujeres capaces de asesinar por un par de zapatos para salir con el primer tipo que se cruza en su camino, esperando que al despertar el anillo de compromiso esté en el velador. Pero esa no es la idea, o no para todas.

Summer, por ejemplo, deja que Tom siga su camino. O sea, no te prometo amor eterno porque no creo que eso pase, al menos no contigo. No se trata de emparejarse con cualquiera para evitar quedarse sola, encuentro yo. Cuando Marjean está llorando desconsolada luego de separarse del marido, su abuela le aclara que en realidad no llora por la pérdida si no por haber comprobado que se equivocó en la elección. Una cachetada de sabiduría que a todas nos vendría bien en algunos momentos de la vida. Ah, sí, ahora también quiero ser como Marjean. Quizás la naturaleza prefiera que me quede con su estilo, ya que con la otra referencia no hubo caso.

martes, octubre 26

¿yo? yo bloggeo

La mayoría de la gente que me conoce no entiende muy bien en qué trabajo. Será porque todo el mundo asocia periodista igual noticias del diario, apariciones en televisión o por último reportajes raros en una revista temática. No les cuadra mucho que estemos en las empresas, las universidades, los servicios públicos y otras tantas instituciones, como una invasión lenta y silenciosa. Ja.

Pero lo cierto es que los periodistas le hacemos a un montón de cosas, no sabría decir si por preparación o por necesidad. Yo pasé por prensa, por comunicación institucional y ahora estoy coordinando un extraño proyecto que, apostaría, se le ocurrió a alguna mente brillante cuando se despachaba la décima piscola en un happy hour. Seguro que ese individuo ahora toma sol en el caribe mientras aquí tratamos de terminar dignamente el asunto, porque él lanzó la idea pero no dedicó ni un par de segundos a pensar cómo llevarla a la práctica en un plazo razonable y sin gastarse en cinco meses el presupuesto de diez años.

Llegué aquí por gusto y necesidad de sin asesinar a nadie, cosa que puede sonar rara pero para mí es de lo más coherente porque algo como esto era lo que tenía en mente luego de cerrar el ciclo con mis pegas anteriores. Siempre encontré una lata pasarse toda la vida haciendo lo mismo, como la gente que se jubila en su primer trabajo. Igual, así como están las cosas en este gran país, aunque quisiera no habría podido jubilarme en ninguna parte porque ni contrato me han hecho.

En fin. Esta pega en sí sonaba ideal, pero el problema fue que la ilustre empresa se saltó una parte del proceso, como si pretendiera exportar manzanas mañana y hoy están recién cotizando las semillas. Y yo, que en teoría llegué para mandar los cajones a su destino y trabajar con sus nuevos dueños que preparan kuchen o strudel, terminé revisando las bases de datos con direcciones porque en el camino alguien olvidó anotar los nombres de los destinatarios.

Ahora las manzanas se pudren en alguna bodega, pero Jefecito las ofrece a quien se cruza por su camino. Así que llegan personas de todas partes a pedirme un cajón, los cajones no alcanzan y al final la gente se enoja porque creen que las manzanas se multiplican y se teletransportan de aquí a la puerta de su casa sin pensar que necesitamos al menos un pobre funcionario de esta oficina que se dedique a moverlas. Pero nada de eso importa porque en el balance final de la empresa Gran Jefe da su discurso diciendo todo orgulloso que logró entregar cuatrocientos millones de cajones con manzanas a personas que hoy se las comen felices como modelos de publicidad.

Olvidé decir que por acá el rubro no tiene que ver con la exportación, es como si fuéramos una fábrica de zapatos que de pronto se lanzó a la aventura agrícola porque Gran Jefe quería aparecer fotografiado en las secciones de vida social. Bah.

Creo que a estas alturas podría escribir un libro sobre lo que usted no debe hacer si quiere convertirse en un exitoso manzanero. Pero eso no es lo importante. Lo importante es que la gente me pregunta a qué me dedico y yo no puedo dar este discurso cada vez. Entonces, las opciones son: 

1. Desconocido pregunta:
- ¿Y usted qué hace?
- Soy periodista.
- ¡Ah! ¿Y en qué diario/canal/revista trabaja?
Aquí el interlocutor ya está todo emocionado por encontrarse frente a una celebridad que quizás todavía no reconoce, y a mí generalmente me da pena decirle que soy una anónima más en el gremio.

2. Desconocido pregunta:
- ¿Y usted qué hace?
- Trabajo en una fábrica de zapatos.
- ¡Ah! Es zapatera.
- No, soy periodista.
- Pero trabaja fabricando zapatos.
- No. Trabajo exportando manzanas. 

Ahora pretendo ir a cortarme el pelo y me da una lata enoooorme tener que volver a explicarle mi compleja situación laboral al peluquero. Tengo la tentación de inventar alguna historia y decir que soy hacker, o asesina a sueldo. O por último decir que dedico mi vida a escribir en un blog, así me ahorro más preguntas y tampoco estaría tan lejos de la realidad.

lunes, octubre 25

post-it attack

No sé en qué momento empecé con la costumbre de anotar todo. Primero escribía sobre las cosas que pasaban, los sentimientos, las ideas, los momentos importantes, porque de algún modo sospechaba que no iban a repetirse y quería asegurarme de no olvidarlos nunca. Y probablemente habría ocurrido si hubiera guardado esos montones de papeles. Pero de repente entendí que lo realmente importante se queda en la cabeza, así que adiós diarios de vida y similares, bienvenidas agendas con listas de asuntos pendientes. Y esos sí que se me olvidan, sobre todo cuando son tan irrelevantes como pagar las cuentas o comprar comida en el supermercado.

Apenas llegué a mi departamento nuevo compré una pizarra de metal y muchos imanes para poner en ella lo que se debe hacer: el aviso de los gastos comunes, el arroz o los fideos que faltan. Tengo también mi libreta de siempre, con mis tareas escritas en colores: comprar el regalo de cumpleaños para mi prima, llevar mis pantalones favoritos con la señora que cambia cierres, mandar el curriculum al que podría ser mi próximo trabajo. Y en la pega me regalaron el cuaderno institucional, que ya perdí alguna vez y luego Jefecito me lo trajo de vuelta de la sala de reuniones mientras yo cruzaba los dedos para que ojalá no hubiera visto los dibujos que hice de él hablando sobre sus graaaandes proyectos.

Pero lejos lo mejor de todo son los post-it, especialmente cuando los provee esta ilustre empresa. Con el tiempo se han instalado sobre mi computador, mi calendario, mi pared y seguramente en algún rincón inaccesible donde quedarán hasta que alguien me reclame por algo que no hice. A veces también salen del ámbito laboral y me los llevo pegados en la billetera o en la bip, con direcciones y números de micro. Lo bueno es que los puedo botar cuando la misión se ha cumplido. Lo malo es que la mayoría de las misiones no se han cumplido, así que me siento bajo ataque de los papelitos amarillos igual que en esa escena de Todopoderoso.

Lo peor es que esa imagen es literal y metafórica a la vez. En la oficina es literal, y mis compañeritos se ríen cuando pasan a verme. En el resto de la vida, siento que mi cabeza está llena de post-it mentales que me miran con cara de amenaza por tenerlos ahí abandonados tanto tiempo. Pero no hay caso. Hay algo que me tiene en pausa. Y ni siquiera puedo alegar falta de tiempo o la explotación laboral del año pasado, simplemente me volví incapaz de pensar y/o ejecutar lo que sea.

Me cuesta llamar por teléfono a la gente de la pega. Me complica hacer los informes. No puedo ni terminar decentemente un post. Los platos sucios se acumulan en la cocina y el canasto de la ropa sucia parece que se rellenara solo, como los helados con vale otro. Tengo miles de visitas pendientes a los amigos, incluyendo un par de guaguas que en cualquier momento parten a la universidad y yo todavía no he ido a conocer. Quiero ir a ver a mi familia y conversar tomando tazas y tazas de té. Quiero cortarme el pelo, pintarme las uñas. Quiero ordenar mi ropa para evitar que se lance sobre mí cada vez que abro la puerta del closet. Quiero mirar el techo un par de horas sin sentir que pierdo el tiempo porque se acumulan más y más y más cosas por hacer.

Quiero, pero sigo en pausa constante, como esperando que pase algo que no sé qué es y tampoco sé si va a pasar. Bah.

jueves, octubre 21

Novio en la ventana


Escena 1: Novio anuncia que no se siente muy bien y que le gustaría una sopita. Yo, que soy una excelente novia -y bueh... también pretendo practicar y practicar hasta desarrollar alguna habilidad gastronómica aunque sea básica- accedo a investigar el refrigerador y lanzarme a la aventura en la cocina.

Escena 2: Sopita lista en la mesa, previo esfuerzo sobrehumano con las ollas y el salero, pero Novio no aparece. Descubrió algo interesantísimo en internet, algo más importante que comer y que lo mantiene demasiado ocupado. Ante mi insistencia traslada su computador al comedor y se instala con una mano sobre el teclado y la otra en la cuchara. Por mi parte, empieza el oooodiiiooooooo.


Escena 3: Terminé mi sopa, partí a la cocina, limpié, ordené, guardé... y Novio sigue con su comida a medias. Le reclamo tanto que por un segundo deja de mirar la pantalla, revisa los restos y dice que quizás terminará más tarde porque ya está frío. ¡¡¡Quizás terminará más tarde porque ya está frío!!! Entonces yo miro la ventana que está a su lado -y además está abierta- y pienso que sería tan fácil agarrarlo y lanzarlo edificio abajo, no me costaría nada y sería la única forma de disminuir un poco toda la rabia que me llena los pulmones como si la respirara.

Cuando uno crece escuchando que los protagonistas de cuentos "vivieron felices para siempre" debería tener todo el derecho de demandar a Disney por publicidad engañosa. No po. El verdadero cuento empieza puertas adentro del castillo, cuando el príncipe se aburre de recoger los vestidos rosados que la princesa deja tirados por cualquier parte y ella le reclama porque él se pone a investigar su nuevo teléfono con conexión satelital de alcance hasta Saturno justo cuando está lista la comida que igual no quedó como la que prepara reina madre.

Guardando las proporciones -claramente no uso vestidos rosados-, con Novio costó harto el proceso de adaptación. Ahora parece que duró poco tiempo, incluso no puedo acordarme de los motivos que me hacían explotar cada dos segundos, pero sí tengo súper clara esa sensación de querer lanzarlo ventana abajo durante las primeras semanas que vivimos juntos.

Ahora ya me acostumbré a la mayoría de las cosas, hay algunas que me dan lo mismo y otras que hasta llegaron a gustarme, pero hay algo que todavía no supero y, la verdad, no sé si lo pueda superar algún día: Novio vive conectado a internet. Toooodo el rato. Sé que es su pega y que realmente se apasiona con el asunto, pero igual encuentro que es como mucho que lo primero que hace en la mañana es encender el computador y lo último de la noche es apagarlo. A veces ni eso, y todavía no aprendo a dormir con la luz de la pantalla sobre la cara.  Nos sentamos a comer, conversamos, vemos una película y el está ahí, mirando sus mensajes, revisando alguna página a medio construir, pensando en la manera de resolver alguna cosa con la blackberry, el ipad, el ipod, el ipeaod, lo que sea. 

Mi primera lectura fue que soy tan tremendamente egoísta que quiero la atención de Novio siempre sólo para mí. Pero al rato superé la culpa y concluí que no po, que si estamos juntos en esto mínimo transar un poquito y tratar de no enloquecer al otro con cosas que se pueden modificar.

Yo, por ejemplo, he hecho esfuerzos enormes para reprimir mis impulsos de repartir por todas partes ropa, zapatos, cartera, papeles, computador... Mi mitad de la pieza sigue contrastando un montón con su mitad de suelo despejado, velador impecable y cama perfectamente estirada, pero de verdad que todo el tiempo estoy pendiente de minimizar el efecto Taz que voy dejando por donde paso. 

También me he preocupado de superar esa pésima costumbre de guardar el disco que escuché en la caja del que voy a escuchar, costumbre que significa encontrarse con Calamaro cuando se busca a Metallica, y que fácilmente puede arruinar el humor de un melómano como Novio. Y, lo más difícil de todo, he trabajado un montón en mi tendencia autista que me desconecta de la realidad cuando leo, escucho alguna música o pienso en la inmortalidad del cangrejo, y que me lleva a casi casi golpear a la gente que llega a interrumpirme.

Entonces, si me he esforzado para superar mis extrañas tendencias, y también para no reclamar por la crema de afeitar sobre mi secador de pelo, por los papeles que quedan en los bolsillos de los pantalones sucios, no sé, ¿será mucho pedir que el computador se suspenda al menos cuando comemos? ¿que todos los aparatos electrónicos se suspendan mientras comemos?

¿O yo soy demasiado mala onda por andar pidiendo estas cosas? Hasta ahora el único equilibrio que he encontrado es que, considerando la altura, Novio se quede dentro del departamento pero todos sus juguetes con botones y luces de colores salgan por la ventana. Así que usted ya sabe qué pensar si un día camina por el centro de Santiago y le cae un teléfono ultramoderno sobre la cabeza.

jueves, octubre 14

como lombriz


Nunca me gustó mucho ir al colegio. Me aburría un montón en clases, tenía poca química con mis compañeritos y encontraba una soberana tontera que mis profesores se preocuparan tanto por el largo de mi jumper o por evitar que leyera el libro de turno mientros ellos hablaban sobre las propiedades de las micromoléculas de carbono. Por eso uno de los peores recuerdos de mi adolescencia es de los domingos en la tarde, volviendo a la casa mientras veía oscurecer y pensaba que me esperaban el uniforme sin planchar, los trabajos a medias, la libreta de comunicaciones que debían firmar mis padres y todas esas cosas que bien poco contribuyeron a mi educación, digamos, formal.

Tengo particularmente clara la imagen de una esquina vacía, las tiendas cerradas con sus cortinas metálicas, las luces de los postes recién encendidas, al fondo la clásica postal de atardecer en el mar y esa sensación de que no hay nada que hacer contra el paso del tiempo: se viene otra semana del terror y no existe manera evitarlo.

Por aquí, a Novio le fue bien con algunos proyectos en los que trabajaba hace un rato. Así que felices, porque significa más posibilidades de hacer la pega que le gusta, más relleno de calidad en su curriculum y más lucas para alimentar a Salvador y comprar esos aparatos electrónicos que él ama y yo no entiendo para qué quiere tantos. Pero todos felices. Y, como corresponde, partimos un día a celebrar con un almuerzo a la altura.

Elegimos un restorán lindo lindo, con comida rica rica que resultó caro caro. Nos dolió un poco la guata al pagar la cuenta pero no importó porque de verdad la comida era tan increíblemente maravillosa que valía la pena hacer cualquier cosa por sentir cómo esa carne se deshacía en el paladar hasta matarnos de pura felicidad. Después nos fuimos recorriendo las calles de la capital con toda la calma del mundo, porque en realidad no teníamos nada más que hacer. O en realidad sí, pero no queríamos.

Por el camino decidimos ir a comprar algunas cosas, comimos helados y volvimos en ese metro tan poco estético que pasa sobre los techos como en el barrio de Arnold, arruinando completamente cualquier sentido de urbanismo en varias comunas. Yo miraba por la ventana cómo el sol se escondía detrás de las casas, cuadras y cuadras de casas ordenadas e iguales sobre el cielo naranja. No pensaba en nada especial, pero de repente me acordé de esa esquina de Pueblo Natal, de los atardeceres de domingo, de la angustia de ver cómo se acercaba otra semana de obligaciones, rutina, aburrimiento. Y fue buenísimo comprobar que ahora no hay nada de eso. 

Ahora llega la tarde del domingo y qué tanto, nos vamos a la casa con Novio, preparamos algo para comer y ordenamos un poco el desastre del fin de semana. Ahora nos vamos a dormir y sé que el día siguiente será igual de bueno porque vamos a estar ahí los dos, trabajando, viendo películas, saliendo con los amigos o mirando el techo. Lo mejor es cuando miramos el techo. Ahora me parece que la felicidad ya no depende del día libre, que no tiene que ver con esa euforia del acontecimiento especial que se acaba cuando llega el lunes. 

Ahora es un estado constante y puedo ir mirando por la ventana del metro sintiendo que está todo bien, que pueden pasar cosas buenas o cosas malas sin hacerme perder el equilibrio a cada minuto. Ajá. ¿Será que por fin lo logré? En fin. Aquí feliz como lombriz y recordando esta canción.

martes, octubre 12

parando la quejadera

Hace unos años trabajé con una periodista colombiana, la Fran, que cuando nos escuchaba reclamar mucho en la oficina nos decía "a ver, ¿qué tanta quejadera?" con ese acento que mantenía a pesar de los muchos años en Chile. Y aunque ha pasado harto tiempo desde la última vez que conversamos con calma, café o trago de por medio, siempre me acuerdo de ella por dos motivos.

Uno: me mostró que ser adulto no es una lata. Cuando nos conocimos yo estaba recién saliendo de la universidad y mi mayor problema en la vida era que no podía ir a la pega con zapatillas. Ella tenía más o menos 40 años, un marido, dos hijos adolescentes, un gato, una casa propia con vista al mar, una familia repartida por el mundo, muchas historias de cosas increíbles que le habían pasado y un montón de responsabilidades que de a poco fui entendiendo. Pero a pesar de todas esas circunstancias, que entonces yo consideraba motivos suficientes para pedir asilo en un siquiátrico, ella lo pasaba de lo mejor con su familia, carreteando con los amigos e incluso trabajando.

La Fran hacía su pega con estilo y eficiencia, terminaba rápido así que nunca fue de esas personas con actitud de mártir que armaban campamento en la oficina y se paseaban por los pasillos anunciando lo mucho que debían hacer, como si dejar de lado la vida propia fuera sinónimo de profesionalismo. Ella se iba a la hora que correspondía y a veces partía a tomarse un trago con alguna compañerita buena onda, a veces se iba al cine con sus hijos, a veces tenía una cita con el marido, a veces iba no más al supermercado pero igual parecía disfrutarlo.

Tal como los otros adultos de la época -o sea, gente que entonces andaba por los 30 o más, ugh- la Fran hablaba de la nana, de la aspiradora que se echó a perder, del dentista y del colegio de los niños. Pero no lo hacía con tono de sufrimiento, como yo suponía que ocurría al asumir ciertos compromisos. No sé si la sangre centroamericana proveerá una actitud más optimista, pero ella mantenía el entusiasmo que, yo también suponía, inevitablemente se pierde con los años. Y cuando los demás empezábamos a reclamar mucho por alguna tontera, ella sacaba su mejor acento colombiano y nos decía "a ver, ¿qué tanta quejadera?", frase que vendría a ser el otro motivo por el que me acuerdo de ella.

O sea, dos: paremos la quejadera. Yo sé que tengo una tendencia casi patológica a, digamos, verbalizar el sufrimiento, pero no es que ande todo el día sufriendo por la vida, sino que en realidad me gusta eso de lanzar fuera las cosas malas. Mi abuela me cantaba una canción antigua de ¿Mercedes Sosa? ¿Piero? para convencerme de que es mejor dejar que adentro nazcan cosas nuevas, nuevas, nuevas.

A estas alturas ya aprendí a hacerle caso, y aunque todavía me cuesta siempre siento que es liberador eso de expulsar las malas vibras, reclamar, quejarse, como si al decirlo -o escribirlo- las sacara de mi cabeza, pudiera mirarlas desde afuera y así darme cuenta de que en realidad nada es tan terrible.

Y en realidad nada es tan terrible po. Por eso me siento un poco mal de pasar todo el rato diciendo lo horrible que es mi pega como si mi vida fuera una tortura constante, y no es así. Cuando sea más vieja, viva en otra parte y trabaje en otra cosa, no quiero recordar esta parte de mi historia como una condena a muerte. Igual lo he disfrutado, lo he pasado bien, he conocido gente interesante y he tenido hartas gratificaciones. Y, bueno, tampoco tiene sentido reclamar por cosas que uno puede cambiar pero al final no cambia. 

Así que eso. Últimamente me he acordado harto de la Fran, sobre todo cuando leí mi último post y me deprimí de pensar que si lo ve alguien que no me conoce pensará que mi vida es una tremenda desgracia. Y como me pasa cada vez que exagero la nota con el tema, en mi cabeza escucho una voz que me dice -con acento colombiano adaptado- "ya po, paremos la quejadera". Y en eso estamos.

miércoles, octubre 6

el amor en los tiempos de Excel

Debería existir una ley que impidiera trabajar con sueño. Entonces uno podría irse a su casa cuando siente que sus neuronas no están en las mejores condiciones, y terminar al otro día las cosas pendientes. Lo malo es que así mis ingresos se verían considerablemente afectados, porque creo que la mayor parte del mes dejaría abandonado a don Excel y me iría a dormir. Es que tanto cuadrito me da sueño, y es grande la tentación de acomodarse en la silla y lanzarse a una siesta.

Para mantenerme funcionando, a veces miro los nombres de mis bases de datos y trato de adivinar cómo será la vida de esa gente. ¿Se imaginarán que en una oficina oscura hay una funcionaria con crisis vocacional que revisa, filtra y ordena sus nombres? Los veo preparando desayuno en sus casas, llevando a sus hijos al colegio, caminando hacia sus trabajos. Otras veces pienso que mi nombre también debe estar en alguna planilla por ahí, siendo manipulado por otro funcionario en una cadena interminable.

En esos momentos me acuerdo de Florentino Ariza, un notable señor a quien no le importaba dedicarse a una pega latera -que a pesar de mis esfuerzos ahora no puedo recordar, pero creo que era algo así como escribir información comercial para una compañía de barcos, o sea, fome a morir- porque esa misma monotonía le daba tiempo para ocupar su mente en las cosas importantes de la vida -principalmente la señorita de la cual se había enamorado-.

Lo raro es que siempre discutí con los defensones de Florentino Ariza, porque encontraba ilógico eso de tener un trabajo latero para poder pensar en lo que a uno le gusta. Yo necesito pensar y hacer y soñar y conversar sobre lo que me gusta. Algo que me ocupe las manos y la cabeza y ojalá el estómago. En serio. Cuando hago cosas choras, como escribir una entrevista interesantísima, siento que las ideas me salen de la guata. En fin, usted señor lector tiene todo el derecho a pensar que sufro cierto grado de locura y cambiar de blog.

El punto era que debo hacer algo que me entusiasme. Que me apasione. Que me haga creer el cuento todo el rato, no sólo en horario de oficina. O sea, está bien, necesito ganar un sueldo para poder vivir pero más que eso necesito una motivación para levantarme todos los días, y que no sea unicamente cobrar el cheque a fin de mes. Y hace rato que no me pasa.

Hasta donde me acuerdo, Florentino Ariza no se deprimía por su pega, sino que le agarró el gusto redactando sus notas como si fueran cartas de amor. A veces yo compro chocolates en la esquina. Y escribo cada vez que puedo. Y de repente mis correos de pega salen con un aire a post. Y claro que estoy buscando otra pega, pero todavía no tengo los resultados deseados.

Pero lo mejor de no ser Florentino Ariza es que no tendré que pasarme la vida esperando a Novio, porque si bien habría sido mucho más conveniente para él casarse con la médico del pueblo, ya decidió quedarse conmigo. Además, me da apoyo moral vía chat, me ayuda con las fórmulas de Excel cuando colapso y cada cierto tiempo me recuerda que esto es sólo un trabajo. 

Ya. Sé que no tengo tantos motivos para quejarme, si igual estudié lo que quería y la mayor parte del tiempo he trabajado en pegas que me gustan, cosa que no puede decir la mayoría de la humanidad. Pero no puedo dejar de preguntarme cómo lo hará el resto de la gente. Habrá algunos a los que les da igual, otros que se engrupen y dejan de tener vida propia, otros a los que sólo les importa el sueldo, otros que matan el tiempo pensando en la novela que escribirán algún día mientras timbran papeles en una oficina sin ventanas. 
 
Por cierto, encontré pésimo que la película fuera en inglés. ¿Por qué nos quieren hacer creer que los colombianos hablan inglés? ¿Tanto les cuesta a los gringos leer subtítulos?

 

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