viernes, septiembre 3

cafeinomanía

Hola. Me llamo Paulina y soy adicta al café. 

Nuestra relación lleva ya más de 15 años. Hemos tenido periodos difíciles y momentos de profunda cercanía, me ha apoyado en los minutos más complicados, me ha hecho daño y yo he tratado de alejarlo... lo he desprestigiado incluso con mis amigos, pero finalmente siempre volvemos a encontrarnos.


Empezamos a acercarnos cuando yo andaba en plena adolescencia; con una amiga nos animamos a tomar en una de estas clásicas actividades de colegio de monjas. Para mí era relativamente novedoso ya que en mi casa nadie es muy cercano al café a causa de sus nefastos efectos en los estómagos familiares (auch! los genes!). Y de inmediato empecé a sentir sus bondades.

El problema es que soy una planta. Me cuesta moverme. Si fuera un computador, viviría permanentemente en el modo de ahorro de energía. Para mí el esfuerzo físico se justifica sólo en caso de salvarse de la muerte, y mi energía mental creo que se desgasta con facilidad porque ando todo el día pensando tonteras. Entonces el café fue, desde el principio, un cargador de pilas increíble, rico, reconfontante y con buen aroma.

Mientras estuve en el colegio nos veíamos de vez en cuando, especialmente cuando me tocaba pasar alguna tarde dedicando mi tiempo a las maravillas de la química o al interesante mundo de las células, asuntos que para mí gusto deberían recetarse como terapia contra el insomnio. Entonces, más o menos después de almuerzo, yo preparaba mi taza y me dedicaba con un poco más de ánimo a las labores del estudio. Y cuando nos juntábamos con mis compañeros lo hacíamos batido, ahora no sé porqué si al final nos quedaba igual. 

Pero luego, entrar a la universidad y lanzarse a los placeres de la cafeína fue una sola cosa. Tomaba uno en las mañanas para despertar. Otro después de la primera clase, para seguir despertando. Otro después del almuerzo, para superar la hora de la siesta. Otro cuando empezaba a hacer frío. Otro cuando las clases estaban demasiado aburridas. Otro para la inspiración cuando había que escribir algún trabajo. Otros muchos junto con los amigos, conversados y a veces para estudiar.

Ahí ya no había vuelta atrás, estaba claro. Y yo tampoco quería volver. En la pega era un clásico prepararlos con los compañeritos, tomarlos a toda hora frente al computador. Cuando me dedicaba a hacer entrevistas largas y conversadas, el 90 por ciento de los entrevistados me ofrecía un café. El 100 por ciento de las veces yo decía que sí, y me parecía que tenía el mejor trabajo del mundo.

Finalmente, cuando me cambié a una oficina que estaba al lado de un café increíble, la relación ya se puso seria y a tiempo completo. Y tuve un nuevo objeto de deseo: la maquinita para preparar cortados. La recuerdo y de verdad que empiezo a salivar, igual que Homero. Es que esos cortados eran increíbles, preparados con café de verdad, la leche en la temperatura justa, la espuma... No más instantáneo en vaso plástico y con un palito de helado para revolver, como en el casino de la u.

Iba tan seguido por esos lados que el vendedor ya me conocía. Casi casi éramos amigos y nos contábamos nuestras vidas. Incluso en verano me camuflaba el café helado en un vaso de coca cola con tapa, para que no fuera tan evidente mi regreso a la oficina con la crema y la cereza. Es que a mí me gusta la cafeina en todos sus formatos, desde el café en polvo aguado que peor es nada hasta los que tienen sabores extra, aromatizantes, ingredientes exóticos.

Claro que no todo es tan perfecto en esta relación. Fue por la época de los cortados cuando empezaron los primeros problemas: un poco de acidez, la pesadez en el estómago, el dolor ya imposible de negar. Hasta que se involucró con mi colon y ahí fue necesario tomar medidas. El médico que hizo el diagnóstico me recomendó que lo dejara. Yo no pude. Desde ahí hemos tenido periodos de alejamiento y otros más cercanos. Dejaron de ser varios al día y empecé a ponerles leche para que su presencia se notara menos. Pero así y todo, han sido bastantes las ocasiones en que sus efectos se han hecho sentir. Y pésimo.

De hecho, la última vez que me enfermé, cuando le conté a mi madre que andaba mal del estómago sus primeras palabras fueron "¿tomaste café?" Así de crítico. Después de una semana no aguanté más y hace un par de días me di de alta con un café con vainilla. Ya andaba con síndrome de abstinencia.

Así que eso. Me llamo Paulina y soy adicta al café. No puedo dejarlo, aunque sé que después de la primera taza me voy a arrepentir. ¿Existirán los parches de cafeína? ¿Será necesario dormir más? Además ahora, justo cuando estoy tratando de pensar en otra cosa, Jefecito activa su cafetera y llena toda la oficina de ese maravilloso olor.

Hace un tiempo probé con el té verde, que según mi amiga Sol igual despierta y reactiva, pero siento que no tiene la calidez del café. Nada que ver con el café con leche que prepara mi abuela cuando me quedo en su casa y ella me espera con el desayuno listo. Café con leche, queque y pan con queso derretido. Justo en este momento mataría por uno de esos.

1 comentarios:

La rata dijo...

Por su puesto, yo siempre he comparado una taza de café con un abrazo de mamá, cuando llegan en el momento adecuado son cálidos y reconfortantes.

 

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