jueves, julio 22

soy mala madre

Últimamente las fotos de perfil de mis amigos en Facebook se han convertido en mostrario de guaguas. No sé qué pasa que todo el mundo está haciendo su aporte a la humanidad. Y sí, ahora lo hacen por gusto y sin que nadie los rete, así que felices publican miles y miles de imágenes, desde esas ecografías con 24 horas de embarazo que bien podrían pasar por radiografías de muelas.

Incluso las am
igas de mi madre andan subiendo fotos, claro que de sus nietos, cosa que ha devuelto a mi madre esa repentina necesidad de convertirse en abuela. Porque, como todos sabemos, a estas alturas de la vida (o sea, con 30 años cumplidos) su hija mayor (o sea, yo) ya está en edad de proveerle nietos (o sea, ando puro perdiendo el tiempo en otras cosas).

Pero no hay caso. Ni sus indirectas, ni los comentarios de mis amigos sobre lo amorosos que son sus hijos, ni las fotos más dulces de esos niños han podido convencerme. Al contrario, parece que en mi vida todo grita que no debo aumentar la especie.

Pienso, por ejemplo, en mi pésimo humor de las mañanas y creo que nadie merece estar condenado a soportarlo de por vida (y sin derecho a huir en al menos 18 años... valor!!!) Miro mis plantas que agonizan hace meses y concluyo que por ningún motivo debería hacerme cargo de otro ser vivo. Saco cuentas de todo lo que aún podría hacer y no veo dónde cabría otra persona indefensa y dependiente.


Quiero decir, nunca he tomado mis cosas para partir a un safari por África, pero me agrada mucho saber que tengo la posibilidad de hacerlo cuando me plazca.


Hace un tiempo encontré este blog y me sentí taaaaan identificada! (y aliviada, ja!) A doña V. -la autora- le cuestionan ahí mismo cada vez que muestra que su vida no gira totalmente en torno a sus hijas, y yo imagino que esa gente le pone la misma cara que me ponen a mí cuando digo que la maternidad nunca ha sido una prioridad para definir mis planes o intereses. O sea, me convierten en mala madre sin siquiera tener hijos.

Antes decía que no pensaba tener hijos nunca jamás, pero me aburrí de andar dando explicaciones y ahora sólo digo que por ahora no, gracias. Pero igual eso me convierte no sólo en una pésima madre sino también en una pésima persona y, sobre todo, en una pésima mujer. Porque claro, las mujeres estamos para tener hijos y cuando uno no se proyecta a partir de los hijos se convierte automáticamente en un bicho raro. Sobre todo cuando se está en edad de tener hijos y, peor! cuando ya se pasó por la edad de casarse y no hubo ninguna novedad al respecto.

De hecho, mi padre ya anunció públicamente a la familia que conmigo perdió las esperanzas de ser abuelo, cosa que de paso le deja a mi hermana Ana una responsabilidad tremenda... pero esa es otra historia.

Ahora, para tranquilidad de mi padre (y mi madre, hermana, abuelas, etc.), y también porque la vida me ha enseñado que los escupos que uno manda al cielo pronto se devuelven como gigantescos baldes de agua fría, diré que todos mis argumentos se aplican a las circunstancias actuales. Quién sabe, en algún momento podría ser yo la que ande subiendo fotos de la prole y no quiero sentirme tan tremendamente inconsecuente.


lunes, julio 19

hipotermia

La última vez que tuve tanto tanto tanto frío como ahora fue hace más o menos 15 años, en Curicó. Mi abuela tenía un negocio en el centro y por alguna razón durante esas vacaciones de invierno la acompañé varias veces en las tardes. Comíamos algo así como donas artesanales que vendían en la panadería vecina -crema pastelera, baño de chocolate...- mientras tomábamos té y conversábamos al lado de la estufa.

Ese invierno empecé a amar profundamente las donas y las camisetas de panti y, además, mi abuela empezó a hablarme como adulto. Quiero decir, de igual a igual, no como las abuelas le hablan a los niños cuando les cuentan cuentos o les cocinan galletas.

Supongo que tiene que ver con que, a diferencia de los otros nietos, yo no crecí viviendo en su casa sino varios kilómetros más al norte, y con visitas no muy frecuentes que en realidad me aburrían bastante porque mis primas eran más chicas y mis primos tenían como principal ocupación golpearse unos a otros. Por eso, creo yo, de niña nunca tuve con ella la relación pegote que todavía tengo con mi otra abuela.
Y bueno, yo nunca he sido ni muy sociable ni muy amorosa.

No es que con la adolescencia me haya hecho más sociable o más amorosa. A veces creo que fue al contrario. Pero sí pasó que mi abuela empezó a hablarme como adulto, a comentarme los asuntos de la familia, a decirme los pro y los contra de alguna decisión que debe tomar, a contarme sobre las veces que sale con sus amigas y lo pasan de lo mejor.

Había olvidado un poco ese invierno hasta la semana pasada, cuando caminaba a mi departamento después de la pega y justo un segundo antes de morir de hipotermia pensé que nunca en mi vida había tenido tanto frío. Y después, mientras encendía la estufa eléctrica y preparaba una sopa para uno, me acordé de esas vacaciones. Puede que ese invierno las temperaturas fueran igual de bajas pero la casa de mi abuela siempre tiene la chimenea encendida y una cocina que constantemente produce puras cosas ricas gracias a las habilidades culinarias de toda la familia (menos yo). Y, claro, el frío en esas condiciones es otra cosa.

jueves, julio 15

ay la juventud!

Hace unos días tomé un café con Mariel, mi vecina adolescente, cuando fui a devolverle un sacacorchos que me prestó su madre hace todavía más días. Abrió la puerta en pijama y con una cara del terror, pidiéndome que le disculpara la pinta pero que en realidad las últimas semanas ya no tiene vida por culpa del fin de semestre en la universidad.

Ahora que lo pienso, Mariel no puede ser adolescente si ya está en la universidad. Pero lo que pensé en ese momento fue que cómo puede ser que estos jóvenes (ja!) se quejen tanto de la vida universitaria. Me acordé de mi hermana Ana y de mis primas, que lo único que hacen es contar lo mucho que deben estudiar, lo exigentes que son sus profesores, lo poco que duermen y blablabá.

Me agotan un poco por dos razones:

1. ¿Qué les queda para cuando trabajen, cuando ya no puedan faltar cada vez que les dé la gana, estén realmente obligadas a cumplir horarios y en lugar de un profesor gruñón tengan un jefe mala onda que no les quiere dar vacaciones? Morirán, seguro.

Y 2. Mi época universitaria fue de lo mejor, hice grandes amigos, conocí gente interesante, estudié lo necesario, lo pasé muy bien y me titulé dignamente sin ningún episodio de estrés ni semanas sin dormir ni dejando de tener vida. Puros buenos recuerdos, y me da pena que estas niñas (ja otra vez!) pasen por esta etapa sufriendo y llorándole al mundo en lugar de disfrutando.

Ahora que trabajo en un barrio con hartas universidades, institutos, colegios y afines, siempre me cruzo con estudiantes que almuerzan papas fritas en el local de las esquina, sacan fotocopias en el negocio donde compro café y los días jueves y viernes, cuando los bares del sector ponen sus mesas en la vereda, tipo cuatro de la tarde ya figuran tomando cerveza de lo más felices. Y yo los envidio taaaaanto!

No es que codicie su cerveza, ni que quiera volver a estudiar. Lo que echo de menos un poco es esa despreocupación ante la vida, que tu mayor problema en el mundo sea conseguir el libro que debes leer para la prueba del día siguiente.

A veces me gustaría tener esa posibilidad de decir "me da lata ir a trabajar hoy, pero no importa si falto porque igual me alcanza la asistencia". O "no alcancé a terminar mi informe para la reunión, así que le pediré a alguien que me preste el suyo y luego le cambio un poco las palabras". O, lo mejor, "no importa que Jefecito nos esté explotando esta semana, porque la próxima empiezan nuestros TRES MESES de vacaciones de verano o al menos las DOS SEMANAS de vacaciones de invierno". Jajajaa sería bonito.

Pero hay otras cosas que no les envidio para nada. En el lugar de Mariel, Ana o las demás, me quejaría, por ejemplo, de no poder huir con el chico de la página web este fin de semana; de estar obligada a pedir plata y/o permiso para salir de la ciudad con él porque todavía dependen de sus padres y no pueden decir "qué tanto, si igual es MI sueldo que me gané con la tendinitis de MI índice derecho".

Puede que ya no sea capaz de almorzar un cono de papas fritas porque me provoca una gastritis horrible, que no tenga el tiempo ni el ánimo de sentarme a tomar cerveza a las cuatro de la tarde, que en mi cabeza convivan miles de voces recordándome miles de cosas mucho más complicadas que conseguir un libro. Puede que no tenga tres meses de vacaciones, pero nada de eso importa porque este fin de semana es largo y nos vamos.

Así que, bueno, ahora Mariel me envidia a mí.

viernes, julio 9

viernes viernes viernes

A veces pienso que estoy enloqueciendo. Quiero decir, más de lo habitual.

Siempre he sido el tipo de personas que pierde cosas -lápices, llaves, teléfono-, que olvida los cumpleaños, que pasa de largo en la micro o pone "cerrar" en vez de "guardar los cambios" del trabajo que se está terminando -cómo no- a última hora. Ideal para convertirme en protagonista vitalicia de esa publicidad de té que hablaba sobre "desenfocados".

El problema es que en las últimas semanas las cosas han empeorado un montón. Me da lata hasta salir con mis amigas y perdí el cuaderno donde anotaba las cosas que no debía olvidar. Inculso me cuesta terminar un post. Y como agregado, duermo pésimo, vivo con dolor de estómago y he desarrollado una increíble capacidad de odiar a todo el mundo simultáneamente.

Pero lejos lo peor fue cuando empecé a llamar indignada reclamando porque a las 6 de la tarde del viernes todavía no recibía ninguno de los informes que debían llegar a las 12. En el cuarto llamado un chico de lo más amoroso me dice como asustado "Ahhhhh es que no sabía que lo ibas a necesitar antes".

- ¿Antes? ¡¡¡¿Cómo antes?!!! ¡¡¡Si lo tenías que mandar a las 12 de hoy... jueves... :(

Y así, tragándome la rabia, el orgullo y la vergüenza con el pobre hombre, conseguí un calendario y lo puse al lado de mi teléfono. También empecé a pensar que era hora de tomar alguna decisión más radical para acabar con el problema, antes que termine comprando una metralleta para pasar a saludar a cada uno de mis compañeritos de trabajo.

Personalmente creo que la causa de todo esto son los casi 18 meses que llevo trabajando de corrido -gracias a Jefecito, que no quiso autorizar mis vacaciones cuando me tocaba salir porque estábamos "en plena reestructuración"-. También puede ser porque esa reestructuración me puso a hacer una pega de lo más latera, con mucha revisión de documentos y de bases de datos eteeeernas. Y, bueno, no voy a negar mi natural tendencia al enloquecimiento.

Las opciones, entonces, serían conseguir que Jefecito se ablande y me dé vacaciones. O derechamente cambiar de pega.
O conseguir pases libres a un spa hasta que supere el mal momento. O empezar a tomar té. O quizás todas las anteriores.

jueves, julio 1

porqué (no) vivimos solas

A propósito del mundial, varios de mis amigos publicaron este video para recordarnos lo que enfrentaríamos las mujeres durante la temporada futbolera. Yo lo había visto varios meses antes desde una perspectiva bien distinta: se titulaba "porqué las mujeres vivimos solas" y un montón de chicas comentaba luego todas las ventajas de no tener que compartir el espacio con un hombre.

Anoche me lo recordó mi amiga Clara mientras tomaba su pisco sour y contaba lo latero que puede llegar a ser su marido. Que le llenó la casa de cables con la instalación de artefactos para poder ver todos los partidos del mundial. Que ahora más que nunca se apropió totalmente del control remoto. Que deja el lavamanos lleno de pelos cada vez que se afeita. Y, cómo no, que la tapa del baño siempre está arriba.

Clara hablaba y yo me daba cuenta que en realidad nunca había analizado el tema con esa profundidad que llega tras un par de copas. Quiero decir, nunca estuvo en mis planes comprometerme hasta ese punto, así que nunca me dediqué a evaluar si sería bueno o malo armar la casa y la vida con otra persona. El plan siempre ha sido armarla y ya.

Claro que las cosas son bien distintas cuando uno las planifica desde la comodidad de la casa de los padres, donde el refrigerador siempre tiene comida y las cuentas nunca deja de pagarse. De hecho, uno ni se entera que existen cuentas. Cuando finalmente vives sola y sabes que si no pasas por el supermercado morirás de hambre esa noche, el asunto deja de ser taaaaan maravilloso.

En eso pensaba de vuelta a casa cuando, por un par de segundos, dudé si las llaves estaban en mi bolso o en algún rincón del departamento vacío. Y ahí, como una revelación, se me ocurrieron varios argumentos atrasados para responderle a Clara que su vida emparejada tan terrible no es, porque esto de vivir sola también puede tener sus desventajas:

- Tienes el control remoto para ti sola, pero es una lata no tener con quien comentar lo que ves.

- Casi toda la comida se echa a perder en el refrigerador porque a nadie, pero a nadie se le ha ocurrido hacer porciones para uno -salvo por las sopas o esos fideos chinos con gusto a caldo concentrado que seguramente corroen el estómago.

- Necesitas tener excelente memoria o ser muy organizada para pagar el agua o la electricidad cuando corresponde, porque como nadie te lo recuerda sólo te enterarás si las lámparas no encienden.

- Debes dormir con un enorme pijama de polar para no pasar frío.

- Empiezas a desconfiar de los vecinos, del conserje y hasta del cartero imaginándolos como sicópatas que te atacarán en la mitad de la noche porque saben que no habrá quien te defienda.

- Cuando te sientes mal o simplemente estás cansada tienes que tragarte todo el dolor para salir de la cama y buscar tú misma la aspirina, el guatero o la taza de té.

- Sabes que si pierdes las llaves estarás condenada a llamar un cerrajero, porque no habrá nadie que te abra la puerta.

- Es verdad que tu baño puede llegar a estar impecable y en tonos rosados, pero en defensa de los hombres, partiendo por el marido de Clara, diré que nunca he escuchado a alguno de ellos quejarse por tener levantar siempre la tapa del wc.

 

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